El canto de Orfeo
Para el mundo clásico Orfeo fue el primer teólogo, es decir, el primer cantor de lo divino. Su origen se pierde en el confín de los tiempos, entre las montañas de Tracia, junto a los animales del bosque, los manantiales y las grutas de las ninfas. Hablaba el lenguaje de los dioses, de la naturaleza y de los hombres. Ann Wroe nos cuenta, en su mitografía del personaje, que Orfeo “podía escuchar sonidos que nadie más era capaz de intuir”, como corresponde a un cazador de lo inaudible: el movimiento melodioso de los astros, la brisa sobre la hierba, el lento merodear de los insectos al caer la tarde, el relente que anuncia la escarcha matinal, la primavera que se anuncia en las primeras flores. El constante piar de los pájaros le revelaba los arcanos de lo que acontece en el mundo y permanece oculto, del mismo modo que el secreto de la vida se esconde en los relatos, en los cantos y en los poemas que nos contamos los unos a los otros. Cuando Jasón y sus argonautas salieron a la búsqueda del vellocino de oro, fue Orfeo –con su lira– quien protegió a la tripulación de la amenaza del canto de las sirenas.
Para el mundo clásico Orfeo fue el primer teólogo, es decir, el primer cantor de lo divino. Su origen se pierde en el confín de los tiempos, entre las montañas de Tracia, junto a los animales del bosque, los manantiales y las grutas de las ninfas. Hablaba el lenguaje de los dioses, de la naturaleza y de los hombres. Ann Wroe nos cuenta, en su mitografía del personaje, que Orfeo “podía escuchar sonidos que nadie más era capaz de intuir”, como corresponde a un cazador de lo inaudible: el movimiento melodioso de los astros, la brisa sobre la hierba, el lento merodear de los insectos al caer la tarde, el relente que anuncia la escarcha matinal, la primavera que se anuncia en las primeras flores. El constante piar de los pájaros le revelaba los arcanos de lo que acontece en el mundo y permanece oculto, del mismo modo que el secreto de la vida se esconde en los relatos, en los cantos y en los poemas que nos contamos los unos a los otros. Cuando Jasón y sus argonautas salieron a la búsqueda del vellocino de oro, fue Orfeo –con su lira– quien protegió a la tripulación de la amenaza del canto de las sirenas.
En la mitología griega, las sirenas representaban una belleza seductora y peligrosa de la que hombre clásico debía defenderse ya fuera con la astucia de Ulises –sellando el oído de los marineros– o con un canto aún más hermoso y verdadero, como el de Orfeo. Los paralelismos con nuestra época resultan obvios. Cuando el canto de las sirenas –sea cual sea su melodía– busca la destrucción de nuestras libertades, de nuestros derechos y de nuestra democracia, necesitamos o bien recuperar la astucia homérica u ofrecer el fulgor de un relato para hacer frente a un mal que ya ha penetrado entre nosotros y se ha hecho fuerte, igual que una falsa quimera enquistada entre las teselas de la realidad.