Fin de ciclo
No hay ser más temerario que una persona habitualmente discreta y moderada que se da cuenta que sus principios y preceptos morales le exigen que haga algo que, si solo fuese por su propia satisfacción y curiosidad, no hubiera tenido nunca el atrevimiento de hacer.
No hay ser más temerario que una persona habitualmente discreta y moderada que se da cuenta que sus principios y preceptos morales le exigen que haga algo que, si solo fuese por su propia satisfacción y curiosidad, no hubiera tenido nunca el atrevimiento de hacer.
La frase es de Faulkner pero yo me la repito cada Diada cuando salgo dispuesta a ir a la manifestación independentista de Barcelona. Y como yo muchos, poco inclinados a la masificación y al griterío, que se plantan bajo el sol para contarse entre sus conciudadanos, defendiendo una de las pocas causas colectivas en las que creen.
Porque, en el fondo, se trata de eso. Ante los racionalistas que afirman, como tocados por la gracia de la Ilustración, que sólo existe lo que es ley, hay muchos convencidos que existe una comunidad política, que resulta ser la mía, que aunque no se reconozca en la ley existe como sujeto político.
Este es el punto donde acaban todas mis discusiones con amigos unionistas. No en los análisis de los hechos ni en el contenido de los discursos sino en mi creencia que Cataluña tiene derecho a autodeterminarse, mientras ellos niegan ese derecho.
Y es la defensa de ese derecho, que se transforma en un acto de dignidad, lo único que explica que gente de orden se coma los prejuicios y vaya a defender en la calle lo que quiere defender en un Parlamento.
Es lo único que explica que yo, que no se me conoce por ser de extrema izquierda, asienta convencida delante de la pantalla cuando la cupera Anna Gabriel afirma en el Parlamento que «no es un tema de legalidad, es un tema de legitimidad». Aun sabiendo que eso es legalmente falso pero moralmente justificable.
Y es lo que explica que gente como yo, discreta y moderada como aquel personaje de Faulkner; gente que está convencida que la ley está para cumplirse, nos encontremos justificando y apoyando algo que solo puedo reconocer como una revolución.
Las Diadas siempre están llenas de gente que, lejos del ánimo festivo popular, están ahí pensando a ver cuando acabará el suplicio. Pero este año había algo distinto. Ahí donde normalmente había resignación hoy se intuía una alegría extraña de fin de ciclo.
No porque estemos seguros de que vamos a ganar, sino porque se intuye que después de lo ocurrido esta semana en el Parlament, el juego ya nunca podrá volver a ser el mismo.