El impúdico relato soñado independentista
Una de las ventajas de la democracia representativa es que no te obliga a mostrarte como lo que votas. El voto es secreto y la opinión no es obligatoria (aunque no lo parezca). Pero lo que es una ventaja desde el punto de vista personal, supone una constante espada de Damocles para el propio sistema democrático, porque nadie ni nada garantiza que los ciudadanos no opten en secreto por las peores opciones. Jesús Gil gobernaba en Marbella porque todo el mundo lo votaba pero nadie admitía que lo hacía.
Una de las ventajas de la democracia representativa es que no te obliga a mostrarte como lo que votas. El voto es secreto y la opinión no es obligatoria (aunque no lo parezca). Pero lo que es una ventaja desde el punto de vista personal, supone una constante espada de Damocles para el propio sistema democrático, porque nadie ni nada garantiza que los ciudadanos no opten en secreto por las peores opciones. Jesús Gil gobernaba en Marbella porque todo el mundo lo votaba pero nadie admitía que lo hacía.
La democracia representativa, de alguna forma, te salva la conciencia y permite una válvula de escape para las pulsiones políticas más inconfesables. Si no te gustan los extranjeros, votas a un xenófobo pero mantienes tu discurso tolerante; si no te gustan los homosexuales, votas a un homófobo pero en público sigues diciendo que los respetas. Incluso, si apoyas la violencia votas partidos con líderes con pasado reciente terrorista, aunque mantengas ante los demás un discurso impoluto de condena. Esta disociación –que algunos llamarán hipocresía, cinismo o cobardía– nace del sobreentendido de que hay cosas que están bien y otras que no lo están, aunque uno acabe inclinándose finalmente por las segundas por pulsiones irreflenables. Que uno no pueda resistirlas no las blanquea moralmente.
Recibir a un preso de ETA con muchos muertos a las espaldas dando vítores en la plaza del pueblo es la negación de ese principio de civilización. También lo es acoger a Otegi en la Diada de Barcelona y solicitarle emocionados una foto después de que su banda cometiera un atentado con más muertos que el que había sufrido la ciudad hacía unos días. Lo es utilizar el mismo lema (aprovechando la resonancia que ha adquirido) para condenar un atentado yihadista (“no tinc por”) que para dirigirte a unas instituciones democráticas cuando dices que no te gustan las leyes y te las vas a saltar. Lo es apoyar explícitamente la quiebra de los derechos de unos parlamentarios democráticamente escogidos. Lo es decir que los Mossos no van a retirar urnas porque hay alerta 4 y deben vigilar que no haya atentados (hacía años que no escuchaba una declaración política tan cínica y degradante). Y lo es etiquetar como franquista o neofranquista en televisión o en redes a todo el que no comulgue con la ideología oficial.
Con Gil nos podíamos amparar en que lo llevamos al poder pero en el fondo nos avergonzábamos.
¿Cómo se excusarán los independentistas catalanes que apoyan este proceso cuando despierten de su impúdico relato soñado?