¡Qué escándalo, aquí se censura!
La expresión más delirante de este fenómeno se cifra en el hecho de que uno de los comentaristas parlamentarios de la edición local del periódico, Manel Lucas, sea el mismo Manel Lucas que, disfrazado de Francisco Franco, protagonizara hace una semana un sketch en TV3 en que, a ritmo de rumba, acusaba a la policía nacional de apalear ancianas bajo los efectos de la cocaína.
El columnista Francesc Serés, al que leí en una sola ocasión, y el profesor Joan B. Culla, cuyas tribunas, de notable pulcritud, siempre he seguido con interés, han abandonado El País por «censura ideológica». Que en El País hubiera rendijas por las que asomaran opiniones contrarias no ya a la línea editorial del periódico, sino a la existencia misma de España, pasaba por ser una demostración de tolerancia que, no obstante, llevaba incorporada su cuota de ufanía. Los valores que defendemos, parecía decir el periódico (intelectual colectivo), el mundo, en fin, al que pertenecemos, es tan superior al de nuestros detractores que incluso nos permitimos el lujo de cederles un camastro para que despotriquen de nosotros. La vanidad, obviamente, también operaba en sentido contrario: nuestros textos son tan valiosos que incluso el adversario se rinde a ellos, debían de rumiar los outsiders.
La verdad, me temo, es menos sofisticada. Después de todo, Serés y Culla eran colaboradores de la edición de Cataluña, en la que tradicionalmente, y con la salvedad de Francesc de Carreras y Valentí Puig, se ha dado pábulo a una muy variada grey de impugnadores del ‘régimen del 78’, desde Josep Ramoneda a Patricia Gabancho, pasando por Manuel Delgado, Empar Moliner (que dos años antes de quemar una Constitución en TV3 aún colaboraba con el diario) o Mercè Ibarz (que firma, asimismo, en Vilaweb). Entretanto, escritores de la talla de Ferran Toutain o Ponç Puigdevall vienen publicando sus trabajos en la penumbra del suplemento Quadern, y con cuentagotas. La expresión más delirante de este fenómeno se cifra en el hecho de que uno de los comentaristas parlamentarios de la edición local del periódico, Manel Lucas, sea el mismo Manel Lucas que, disfrazado de Francisco Franco, protagonizara hace una semana un sketch en TV3 en que, a ritmo de rumba, acusaba a la policía nacional de apalear ancianas bajo los efectos de la cocaína. Y que El País, en fin, sea el mismo País cuyos editoriales llaman a la aplicación del artículo 155.
La pluralidad, en este caso, no es tanto un honroso atributo cuanto un principio de esquizofrenia, o acaso el eufemismo con que la socialdemocracia emboza su tradicional suspicacia respecto a España, y que ha prosperado en los periódicos de referencia bajo el ‘síndrome del franquismo’. En cualquier caso, y como suele ocurrir en Cataluña, esa ‘pluralidad’ únicamente se da en los medios ‘de obediencia española’. No en vano, Ara, La Vanguardia (post Morán), El Punt Avui, Vilaweb, El Nacional, RAC1, Catalunya Ràdio y ya no digamos TV3, se emplean como un bloque granítico, sin fisuras, a semejanza de ese pueblo catalán que, según proclama el nacionalismo, «es uno solo». En dichas instancias (excepción hecha del tertuliano que desempeña el papel de español, de manera casi análoga a como en Amanece que no es poco había quien hacía de loco, quien hacía de puta y quien hacía de borracho) está reservado el derecho de admisión. Así, que Serés y Culla pongan el grito en el cielo ante lo que es práctica consagrada en los medios de su credo, evoca la socorrida admonición del mítico capitán Renault, santo y seña del cinismo.