¿Alguna vez has sido feliz en un espejismo?
Íbamos en un jeep viejo, destartalado. En la parte trasera había una pegatina con un elefante y un corazón en la que se leía I love Tanzania, Safari explorer y aquello era el Serengeti, me decía yo, –estás aquí, Laura, lo conseguiste– mientras el conductor trataba de sortear los baches. Fuera, a través de los cristales sucios de barro, la sabana. Leones, cebras, guepardos, jirafas y los jeeps de otros turistas que, como nosotros, estaban haciendo lo mismo: un safari. Estar ahí era como habitar aquella película documental de Ulrich Seidl, Safari. Nos habíamos convertido en un cliché.
Íbamos en un jeep viejo, destartalado. En la parte trasera había una pegatina con un elefante y un corazón en la que se leía I love Tanzania, Safari explorer y aquello era el Serengeti, me decía yo, –estás aquí, Laura, lo conseguiste– mientras el conductor trataba de sortear los baches. Fuera, a través de los cristales sucios de barro, la sabana. Leones, cebras, guepardos, jirafas y los jeeps de otros turistas que, como nosotros, estaban haciendo lo mismo: un safari. Estar ahí era como habitar aquella película documental de Ulrich Seidl, Safari. Nos habíamos convertido en un cliché.
Sobre la guantera del coche descansaba un folleto en el que se leía ‘Safari checklist’. En él había una descripción detallada de los distintos animales que podíamos ver y la consiguiente puntuación que sumaba encontrar a cada uno de ellos. Si lograbas ver a un león, diez puntos, a una serpiente –la black mamba, la más venenosa– veinte, a una mangosta ciega, treinta.
¿Por qué vale más la mangosta ciega que el león? –pregunté.
Porque cuesta más de ver.
De manera que volvíamos a eso, a la vieja filosofía de que lo difícil es más valioso y aquel juego, para niños según el guía, no dejaba de ser parecido a lo de coleccionar likes, como si aquellos puntos se tradujeran en algo: en popularidad, en medallas intangibles frente a nuestros compañeros de campamento con los que luego compartiríamos fogata.
Aquel mediodía, al llegar al campamento, dije que me negaba a salir otra vez a buscar elefantes, que para eso me quedaba en la tienda leyendo. Me vino a la cabeza una frase de Kiko Llaneras: “¿Alguna vez has sido feliz en un espejismo?”, y sentí que todos formábamos parte de una postal, de esos imanes de nevera que mostraban infinitas llanuras y animales salvajes. Sentí también eso que se parece a la desazón, la señal de que quizás, había vuelto a equivocarme o no sentía lo que tenía que sentir. Porque nadie puede ser infeliz en una postal.
Al final no me quedé en el campamento: hacía demasiado calor, de manera que nos volvimos a subir al jeep y el guía me observó por el retrovisor. Vamos a ir a la piscina de los hipopótamos, a la cueva de los murciélagos y a la roca del león gigante. Ahora, a la izquierda, una manada de ñús.
Me puse la música y sonó Manel y aquella canción que dice que “sale el sol en las ciudades en las que habríamos podido vivir”. Allí estaba yo: en el Serengeti deseando estar en Nueva York y probablemente si hubiera estado en Nueva York hubiera deseado estar en Torroella de Montgrí. Qué más da, el caso es que uno siempre desea estar bien lejos del lugar en el que se encuentra.
Abrimos el techo del jeep y, subida en el asiento del coche, el viento me daba en la cara. Al lado, mi amigo, el que me había acompañado al Serengeti y aguantaba mis lamentos por estar en el Serengeti, dijo que todo aquello le estaba encantando.
El qué, ¿esto de contar animalitos?
No, todo lo demás.
Entonces pasamos por un socavón y me caí dentro del coche. El karma, me dije. Fuera, el conductor nos avisó de que una jirafa y su hijo recién nacido comían hojas de un árbol. A los pocos metros vimos un ñú que nacía y cómo enseguida lograba ponerse en pie. Volví a subirme al asiento y saqué la cabeza. El coche aceleró. Corría. Pensé en que si un día escribía mis memorias tendría que anotar “Serengeti: socavones, polvo y animales”. Recordé en ese instante el título del libro autobiográfico de David Lipsky: Aunque por supuesto terminas siendo tú mismo.
Pasamos de largo cuando llegamos a la altura de la piscina de los hipopótamos. A lo lejos, observamos los lomos negros y relucientes y, aún de pie sobre los asientos, empezamos a hablar. Le dijimos al guía que continuara conduciendo y que no, tampoco queríamos detenernos en la cueva de los murciélagos. Solo avanza hacia cualquier lugar.
Volvió a pisar más el acelerador, como si de repente estuviéramos huyendo de las jirafas, los ñús, las cebras. Como si quisiera escapar de la postal que era el Serengeti. Nos dio tiempo incluso de pensar en escribir una novela. Desarrollamos el argumento, los personajes, los nombres. ¿Tú crees? ¿Sí? Incluso le pusimos un título: Lugares comunes. La novela, que ahora sé que probablemente nunca escribiré, trataba de ese tema, el de las apariencias, de lo que son las cosas y lo que deberían de ser. Que es, en realidad, de lo que va este post que llega tarde tratando de recordar un momento.
Porque entonces recuerdo el sol, más socavones, y la felicidad de estar allí, en el coche. De viaje dentro de una postal sabiendo que llevaba rato hablando de una novela que no escribiría y mi amigo, al lado, que hacía fotos a los turistas en vez de a los animales.
Suelo decir que me gusta viajar. Creo que no miento. Sin embargo, después de tantas expectativas frustradas entendí, mientras me comía todo el polvo de la sabana africana, que lo auténtico del viaje es lo que nos cambia después. Lo que me está cambiando a mí, ahora, en este lunes frío en Barcelona. Lo que empieza cuando llegamos a casa, después del viaje y los días de prórroga y paréntesis.
Desde que volví del Serengeti pienso a menudo en aquel día del jeep. Querría volver desde esto que sé ahora: a veces, cuando estamos siendo felices, nos quejamos porque esa imagen solo se adapta a nuestra idea de felicidad desde el pasado. O peor, desde la expectativa. Supongo que es eso mismo que Pablo D’ors decía en el Libro del silencio: “Lo que pasa siempre es mejor que lo que podría haber pasado”.