Mi primera franquicia
Cuando vivía en Madrid y comía fuera todos los días, un amigo me preguntaba: “¿En qué franquicia comes hoy?”. He sido un enamorado de las franquicias, esa zona de confort de la gastronomía en que todo es gratamente previsible: vas a lo que vas, sin lírica ni épica. Y sin cocineros dándote la tabarra con su recitado, moscones en sus propias sopas. He pasado muchas horas en las franquicias y he sido dichoso.
Cuando vivía en Madrid y comía fuera todos los días, un amigo me preguntaba: “¿En qué franquicia comes hoy?”. He sido un enamorado de las franquicias, esa zona de confort de la gastronomía en que todo es gratamente previsible: vas a lo que vas, sin lírica ni épica. Y sin cocineros dándote la tabarra con su recitado, moscones en sus propias sopas. He pasado muchas horas en las franquicias y he sido dichoso.
La primera de todas fue el Vips, que de algún modo ha contagiado en mis afectos –positivamente– a las demás. El Vips ha sido mi primer amor franquiciado, esa novia primera que será, como cantaba Brassens, la última que olvidemos… Pero ahora van a quitar sus tiendas, complemento indispensable: el Vips era el restaurante más la tienda; sin esta será otra cosa. Desaparecerán en 2018 y de ese año que aún no ha empezado ya tenemos la primera baja.
Jorge San Miguel ha contado su crónica sentimental del Vips y he pensado en la mía. Cuando no he vivido en Madrid, el Vips era Madrid. Ir al Vips era sentirse en Madrid. En realidad, el minipack que me montaba: el cine Alphaville y el Vips (el de la plaza de los Cubos, naturalmente). Y si la película era de Rohmer, mejor que mejor. Luego viví años al lado del Vips de Alberto Aguilera y era mi segunda casa. Era la franquicia en la que comía más veces. Yo solo, con alguna amiga o con los amigos que, recién llegados, querían sentirse en Madrid.
En los Vips se quedaba porque el que llegaba antes podía entretenerse hojeando los periódicos o los libros. Mi amigo Losada, artista, era un devoto de sus libros de arte. Y estaba el lujo, hoy con internet incomprensible, de poder leer a medianoche el periódico del día siguiente: era nítida la impresión de que uno se estaba adelantando un día. (Aunque el reverso era un cierto desvalimiento, un vacío, de la mañana posterior).
Viví también algunos meses junto al Vips de Velázquez (que los madrileños llaman de Ortega y Gasset, o Lista). Allí coincidía a veces (2007) con la ministra Salgado, comiendo sus hojitas. Un domingo un señor llevaba un montón de periódicos con sus suplementos y los soltó en el mostrador. El cajero le preguntó abrumado: “¿Cuáles son?”. “¡Todos menos El País!”. Pero El País era el que yo llevaba, así que le neutralicé la estadística.
Recuerdo largas sobremesas en el Vips, y algunas madrugadas. Lectura (escritura incluso), charla, contemplación indolente; tenía una calidez como desangelada en la que me sentía a gusto… Aunque es cierto que últimamente entraba poco. Solo, de tarde en tarde, para recobrar las viejas sensaciones, coger algún periódico (sin mirarlo mucho) y tomarme un salteado de pollo oriental.
Curiosamente, le debo al Vips llevar casi veinte años desayunando pan con aceite. Yo, que soy un descastado, lo despreciaba. Pero un día en que estaba de visita mi amigo Weil me dijo: “¿No somos andaluces? Pues pidamos el desayuno andaluz”. Así, como ‘desayuno andaluz’ venía consignado en la carta. Lo pedimos por broma, por acoplarnos a una retórica, y me encantó. Desde entonces es lo que desayuno en todas partes: no por Andalucía, sino por el Vips.