El desencanto en Annie Hall
De un tiempo a esta parte, observo con asombro cómo poco a poco el autor se va imponiendo a la obra. Me explico. El arte es un concepto cuyo valor se sitúa muy por encima de cualquier individuo, de cualquier nombre propio.
De un tiempo a esta parte, observo con asombro cómo poco a poco el autor se va imponiendo a la obra. Me explico. El arte es un concepto cuyo valor se sitúa muy por encima de cualquier individuo, de cualquier nombre propio. Trasciende, se aleja de la identidad de aquel que le dio vida y termina por instalarse en el imaginario sin importar cómo llegó hasta él. En este plano, si hoy descubriéramos que Jorge Manrique no existió, poco importaría. Sí existió su supuesto padre, don Rodrigo Manrique, y seguirá existiendo mientras siga en pie la poesía. Del mismo modo, existe la copla manriqueña, a la que el autor elevó, fuese Jorge o no, y existen todos los dilemas existenciales a los que se enfrenta el lector cuando sostiene el poema entre manos. Todos estos aspectos, huelga decirlo, seguirían en pie aunque ahora cambiase la identidad del autor, precisamente porque están muy por encima de él, sea quien sea.
Escribo este párrafo al calor de la hoguera que la última polémica surgida con Woody Allen ha encendido. Una parte de la jauría social pide (me cuesta hasta escribirlo) que las productoras no expongan el último trabajo del director neoyorquino. De paso, le piden al espectador que no vea las películas de este señor, que no disfrute de sus guiones imprevisibles, que esconda su placer cuando uno de sus magistrales diálogos le caliente las sienes. Voy a dejar a un lado, de momento, el hecho de que la justicia le haya exculpado ya varias veces, pues todos sabemos que no siempre la justicia llega cuando se le exige. También voy a ir más allá de lo bien o lo mal que haya sentado en el estómago del potencial espectador el capítulo que ahora reabre su hija. Es más, voy a suponer que al lector de esta columna le ha sentado muy mal el supuesto y desmentido delito que la sociedad le achaca al señor Allen, pues esta columna se expresará en términos muy similares.
Mi opinión es que el arte que nace de las manos de Woody Allen es original, inteligente, avanzado, extravagante, inigualable, orgulloso de sí mismo y, dicho sea de paso, inofensivo. Entiéndase este último adjetivo como carente de mensajes torticeros, de adoctrinamientos malintencionados. Y sobrevivirá, por mucho que les duela el estómago a los guardianes de la ética. Por eso, dado que todas las etiquetas escritas palabras atrás brillan por su escasez, cuando observo a la caterva de usuarios sin rostro que en redes sociales se proponen boicotear el arte del este señor, siempre pienso: ¿Quién decidirá el límite moral que no debe sobrepasar un artista para considerar «apta» su obra? Por responder a esta pregunta con el caso de Woody: si lo decide el Estado, éste ya se ha pronunciado; si lo decide un grupo de moralistas anónimos, entonces yo me bajo. Ahora bien, lo que sí tengo muy claro es que pasarán décadas, el demonio Allen bajará a los infiernos, incluso los que habiten esto olvidarán su nombre, pero el desencanto en Annie Hall seguirá vivo. Le pese a quien le pese.