Cheever, ni flores ni visitas
A su mujer, a sus hijos, a sus editores, a sus amantes, mujeres u hombres. John Cheever escribía entre diez y treinta cartas a la semana. Levantaba el teléfono y decía: “Te he enviado una carta”. Jamás escribió una mala carta, según William Maxwell, su editor en The New Yorker, con quien Cheever se escribió durante cuarenta años. En esta revista el autor desarrolló buena parte de su trayectoria, que fue reconocida en 1979 con un premio Pulitzer.
A su mujer, a sus hijos, a sus editores, a sus amantes, mujeres u hombres. John Cheever escribía entre diez y treinta cartas a la semana. Levantaba el teléfono y decía: “Te he enviado una carta”. Jamás escribió una mala carta, según William Maxwell, su editor en The New Yorker, con quien Cheever se escribió durante cuarenta años. En esta revista el autor desarrolló buena parte de su trayectoria, que fue reconocida en 1979 con un premio Pulitzer.
—Querido Bill: Me alegra mucho que te gustara el relato —le escribe a Maxwell en una de las primeras notas que se leen en Cartas (Literatura Random House), la correspondencia que mantuvo el autor con todos sus contactos—. A veces tengo la sensación de que debería dejar de escribir y luego pienso: “Y una mierda”.
El autor nunca ganó más de 1.000 dólares anuales por sus colaboraciones en la revista neoyorquina. “Si no sale nada mejor, y a Mary no le importa, creo que intentaré alistarme” en el Ejército, decía en 1941, con EE.UU. ya en guerra. El salario que le pagaba The New Yorker no era suficiente. “Muchas gracias por el cheque. Me llegó cuando estaba más vivo que muerto, pero cansado”, le agradece Cheever a Bill Maxwell en una carta sin fechar.
A finales de 1955 Cheever se preguntaba si le publicarían ‘El autobús a Saint James’. Necesitaba cobrar dinero para comprar una televisión, aunque “si el cuento no gusta, tampoco pasa nada”. El relato salió en el número del 14 de enero de 1956: “Que me pagues tanto a cambio de tan poco trabajo me parece injusto, aunque tal vez pueda compensarte con algún cuento interesante”. Maxwell fue mucho más que un editor para Cheever. Le contaba la vida de sus hijos, sus vacaciones, sus problemas de salud, su alcoholismo…
—Me cuidas mejor que nadie; y te habría llamado el sábado cuando me ingresaron. […] Ninguna anciana abandonada por todos en un hospicio habría agradecido más tus rosas que yo. Las olisqueo, las huelo y resoplo ruidosamente sobre cada flor igual que un terrier.
El primer desencuentro entre ambos llegó en 1961, por ‘El brigadier y la viuda del golf’. El cuento tenía dos finales, y Maxwell lo cortó para ver cómo funcionaba. Pero en una visita a la redacción Cheever leyó la versión cortada y creyó que lo habían modificado sin consultarlo con él.
—Me fui sulfurando cada vez más y a las nueve de la noche estallé y telefoneé a Bill. “Corta ese cuento –le grité– y no volveré a escribir para ti ni para nadie. Puedes pedirle a ese condenado de Salinger de cuarta fila que os escriba los puñeteros cuentos, pero no esperes que yo lo haga. Si quieres darle a alguien con la puerta en los genitales, búscate otra víctima, etc.” […] Al final publicaron el cuento sin cambios.
El colapso definitivo de Cheever con el alcohol se lee en las cartas que escribió entre 1974 y 1975. En un intento de alejarse de la tentación, se fue a dar clases a la Universidad de Boston. No dio resultado, y la familia ingresó al escritor en un centro de tratamiento de drogas y alcohol: “El edificio es palaciego y nada sórdido. Los inquilinos son cuarenta y dos drogadictos y alcohólicos clínicos. Estamos encerrados”. Cuando por fin dejó la bebida, le diagnosticaron un cáncer: le quedaban seis meses de vida. Murió en junio de 1982. Cheever envió su última carta a Maxwell en enero.
—He estado enfermo y quería ser yo quien te lo dijera, recuerdo muy bien tu amabilidad todos estos años. No estoy para flores ni visitas, pero me dedico a distribuir ejemplares de Los cuentos entre los médicos. Al final, parece ser lo mejor que he escrito y quería darte las gracias por tu ayuda.