THE OBJECTIVE
Andrés Miguel Rondón

Suburbios, Masacres y la Pesadilla Americana

El vínculo entre las masacres escolares y el síndrome de los losers no es absoluto, pero la correlación es fuerte. La literatura del caso de Columbine, predecesor a todas las masacres actuales, apunta en esa dirección.

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Ante otra espantosa masacre en una secundaria norteamericana, esta vez en Florida, el mismo debate tonto sobre las armas reina en todas las redes, comedores y medios del país. Demócratas, con razón, critican que Estados Unidos es el único país desarrollado que sufre masacres escolares, ya que es el único país de la OECD donde la población tiene fácil acceso a las armas.

Los republicanos, que tienen serios conflictos de interés con la NRA (National Rifle Association, uno de sus patronos principales) y cuyos votantes son mayoritariamente orgulloso propietarios de armas, argumentan, en una falsa dicotomía, que el problema no son las armas sino el estado mental de los que jalan sus gatillos. Propio de la actual polarización política que atraviesa dicho país, a ojos extranjeros este debate es de una indolencia intelectual espectacular.

Efectivamente un loco con un cuchillo es muchísimo menos peligroso que un loco con un fusil semiautomático. Es moralmente reprochable que los republicanos adrede ignoren este punto tan obvio. Pero también es cierto que el hecho de que jóvenes norteamericanos lleguen al nihilismo de asesinar, suicidarse, y causar terror como fin en sí mismo apunta a problemas mucho más serios y profundos que el simple debate de armas sugiere. Hay algo en el cuerpo Americano que está podrido y es importante que ambos partidos se den la vuelta para verlo.

El experimento americano, aquella fantasía utópica que llego a su apogeo en la posguerra – The American Dream, con sus coches, sus suburbios, sus blockbusters – claramente ha fracasado. La epidemia de opioides, el creciente populismo, la plutocracia desvergonzada de los lobbyes, la vida como realidad televisiva son, junto a las masacres escolares, síntomas del mismo tumor. Y es que la meritocracia, el consumo y las apariencias, por más confort que traigan, no son, en sí mismas, premisas para una vida digna de vivirla. Lleva, en desafortunados resbalones, al nihilismo.

El High School norteamericano es un microcosmo de su cultura, sus esplendores y ansiedades. Produce, en su competitividad darwiniana, algunas de las mentes más brillantes e industriosas del mundo. Pero es fecunda también en otra cosa: la envidia, el bullying, y la profunda pesadumbre de los losers. El problema es que, como muestran todas las estadísticas (en especial la de desigualdad económica), cada vez hay más perdedores que ganadores. Cosa natural en toda meritocracia, por cierto: en una carrera de cien metros solo se dan tres medallas.

El vínculo entre las masacres escolares y el síndrome de los losers no es absoluto, pero la correlación es fuerte. La literatura del caso de Columbine, predecesor a todas las masacres actuales, apunta en esa dirección. Hay por supuesto otros factores, ninguno de los cuales justifican de ninguna manera la sociopatía de los jóvenes nihilistas. Pero invita a una conversación más seria y desnuda del problema. Una que tal vez nunca tengan los políticos norteamericanos. Pero que hace mucha falta.

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