Entre Espronceda y Marta Sánchez
Quiero dejar claro antes de comenzar a escribir que no he escuchado (y probablemente no escucharé) la versión del himno de España que Marta Sánchez ha perpetrado. También quiero dejar claro que me importan un carajo los juicios que sobre él se lleven a cabo.
Quiero dejar claro antes de comenzar a escribir que no he escuchado (y probablemente no escucharé) la versión del himno de España que Marta Sánchez ha perpetrado. También quiero dejar claro que me importan un carajo los juicios que sobre él se lleven a cabo. Porque tengo por seguro que a algunos les habrá sentado mal esta letra, como tengo por seguro que les hubiera sentado igualmente mal de haber resucitado Lorca para escribirlo, de haberlo interpretado Mercury con Caballé o de haberlo compuesto el mismísimo Mozart. Y, por supuesto, tengo por seguro que a otros les habrá sentado bien la nueva versión, como les hubiera sentado bien si la letra pidiese la vuelta del esclavismo a Occidente o la abolición del modelo turístico en el Mediterráneo. Qué más da. Me atrevo a ir más lejos: es muy probable que estos ofendidos de una u otra orilla tampoco hayan escuchado la dichosa versión del himno.
Como ocurre con todos los símbolos que en algún lugar fueron utilizados para unir, en España el himno sirve para todo lo contrario, es decir, crear división y, lo que es más importante, para dejar patente esa división. Pienso ahora ese movimiento llamado Volksgeist, nacido en el XIX de manos del Romanticismo alemán, y que basa la identidad de los pueblos en su lengua, en su literatura y en otros rasgos culturales, dando pie al nacionalismo moderno. Bien, esta tendencia entró en España bajo la pluma del escritor de origen alemán Böhl de Faber (no confundir con su celebérrima hija Cecilia), quien se refirió a este «Espíritu del pueblo» como un movimiento que espolease al hombre de manera «individual e íntima», para completar el sentido «colectivo y cívico» del ser. Idea que caló en toda Europa, pero ¿calaría en España? Con datos objetivos, la realidad es que no. El Romanticismo apenas dejó un par de bosquejos nacionalistas dignos de llevarse a la boca. Alguna composición de Espronceda, la muerte de Larra (que llevaba la situación de España marcada en el revólver) y pequeñas reivindicaciones de Goya. Nada más. Y mira que la situación era perfecta en el XIX: un pueblo masacrado por unas tropas que hablaban otro idioma, la pérdida del continente allende los mares, guerras entre hermanos por este u otro monarca… Pero nada, ni siquiera la tragedia consiguió reunir las cenizas de España.
Termino volviendo a esa reflexión de Böhl de Faber que ve en el nacionalismo un chispazo «individual e íntimo». Es imposible asimilar esta reflexión en el país cainita que habitamos. Nada es individual, nada es íntimo. Vuelvo a la frase que dejé escrita párrafos atrás: lo importante es dejar patente la división. Nada es individual porque el señor que acude a la final de la Copa del Rey no silbaría el himno si no supiera que le molestará a su vecino, del mismo modo que su vecino no alabaría las virtudes del himno de Marta Sánchez si no supiera que habrá de incomodarle al que renglones atrás silbaba. Dicho de otro modo: España es un país que se vertebra gracias a la desunión.