El prestigio del conflicto
La posguerra europea se caracterizó por la guerra fría con la URSS y el descubrimiento de la necesidad inevitable del consenso para fortalecer la paz y la democracia. La Europa de la segunda mitad del siglo XX se construyó precisamente sobre esta búsqueda del consenso que dirimía conflictos de clase, entre naciones y también identitarios.
La posguerra europea se caracterizó por la guerra fría con la URSS y el descubrimiento de la necesidad inevitable del consenso para fortalecer la paz y la democracia. La Europa de la segunda mitad del siglo XX se construyó precisamente sobre esta búsqueda del consenso que dirimía conflictos de clase, entre naciones y también identitarios. El sueño de la Unión, de raíz tanto democristiana como socialdemócrata, facilitó esa labor. El Estado del bienestar impulsaba la cohesión social y atenuaba las diferencias entre el capital y el trabajo. Parte de este desarrollo se financiaba con la inflación, con un crecimiento enorme de la deuda y, por supuesto, con una demografía favorable. La aplicación masiva de la tecnología, unida a la industrialización y a la reducción de aranceles, permitió grandes saltos de productividad. Que se trataba del mejor de los mundos imaginados lo prueba el hecho de que en 1950 todavía una mayoría de europeos carecía de automóvil propio o utilizaba el hielo para refrigerar sus alimentos y, apenas un cuarto de siglo más tarde, se había consolidado una sociedad consumidora de clase media.
Desde entonces, el relato central del progreso ha cambiado notablemente con el retorno de dos tendencias globales que se creían superadas: la renacionalización de la soberanía –la comunidad pequeña en lugar de la sociedad plural– y el surgimiento de una nueva fractura social entre ganadores y perdedores. Pero, a nivel político, el fenómeno más característico del siglo XX es el desprestigio del consenso frente a la bondad de los conflictos, tanto internos como externos. Conflictos de rostro identitario que alimentan una frustración permanente, conflictos de clase que acusan a la democracia liberal de ocultar la injusticia social, conflictos territoriales que debilitan esa vinculación densa que caracteriza el ideal de la fraternidad entre ciudadanos, conflictos amparados por una sucesión de guerras culturales en el seno de la sociedad. Y, mirando hacia fuera, la irrupción de nuevas tensiones entre los grandes bloques de poder: China en Asia; Rusia como eslabón problemático entre dos continentes; una Europa paralizada y, en los Estados Unidos, Trump llamando al proteccionismo y al aislacionismo. Este no es el mundo de la contención al comunismo y del consenso que surgió de la II Guerra Mundial, sino algo mucho más caótico que parece haber olvidado las lecciones de la Historia.