THE OBJECTIVE
Antonio García Maldonado

China entra en la batalla de las ideas

Si la democracia está en crisis allí donde se ejerce, su idea como faro y destino de regímenes autoritarios o dictaduras económicamente eficaces se ha resentido de forma alarmante, si no definitiva. La desafección democrática en Occidente difícilmente acabará con ella, pero más peligroso para el futuro de nuestras sociedades es la renuncia de China no ya a ejercerla algún día, sino la desinhibición con la que muestra su tránsito acelerado hacia un régimen dictatorial, vigilante y, ahora, otra vez personalista. Hasta la llegada de la crisis, el consenso de los análisis veía muy probable la llegada a medio plazo de valores democráticos y liberales a un país donde la clase media crecía por millones cada año.

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China entra en la batalla de las ideas

Si la democracia está en crisis allí donde se ejerce, su idea como faro y destino de regímenes autoritarios o dictaduras económicamente eficaces se ha resentido de forma alarmante, si no definitiva. La desafección democrática en Occidente difícilmente acabará con ella, pero más peligroso para el futuro de nuestras sociedades es la renuncia de China no ya a ejercerla algún día, sino la desinhibición con la que muestra su tránsito acelerado hacia un régimen dictatorial, vigilante y, ahora, otra vez personalista. Hasta la llegada de la crisis, el consenso de los análisis veía muy probable la llegada a medio plazo de valores democráticos y liberales a un país donde la clase media crecía por millones cada año.

Las reformas que perpetúan a Xi como líder del PCCh, como jefe del Estado y de la Comisión Militar, así como el mayor peso que adquiere el propio partido, nos quitan la venda de los ojos. China tiene un camino propio, macroeconómicamente eficaz y no termina en la democracia. Algo que no es incompatible con que efectivamente adopte determinados patrones de consumo, valores sociales y comportamiento occidentales, como sostiene el exministro de Exteriores Josep Piqué en un libro de próxima aparición al hablar de «síntesis neo-occidental». Hay pocas impugnaciones tan rotundas al «fin de la historia» de Fukuyama como el resurgir de una China dictatorial, aparentemente eficaz y, hasta ahora, con retórica multilateralista y sosegada.

A este respecto, cabe destacar la creación de un nuevo Departamento de Ayuda al Desarrollo Internacional, que a buen seguro no requerirá contrapartidas en derechos humanos ni políticos para desembolsar los billetes y la asistencia técnica, por lo que será de mayor rapidez y eficacia que las agencias occidentales. La batalla por el soft power ya no será sólo a través de inversiones estrictamente económicas. Ahora implicará proyectos de desarrollo en países cercanos (para evitar una «coalición anti-China» regional) pero también ajenos a sus zonas de influencia, naciones que quizá aún siguen viendo la democracia liberal como estación de destino. Con inversiones económicas gigantescas y proyectos de desarrollo generosos e inmediatos por parte de China, ¿por cuánto tiempo será así?

El reforzamiento del Ministerio de Medio Ambiente para combatir el cambio climático, así como su apuesta por el comercio global en Davos o con proyectos como la Nueva Ruta de la Seda, muestran que China se ha tomado en serio el «poder blando» y la persuasión sin dar un paso (o más bien, dándolos hacia atrás) en la apertura democrática y el respeto por los derechos humanos. En el éxito o fracaso de la gestión de esa aparente paradoja en la que la URSS fracasó se juega China su futuro como potencia global. «Las ideas importan», escribía hace unos días Jorge del Palacio citando a Gramsci, que afirmaba que es a través de ellas como se gana el poder. Su creciente red de Institutos Confucio (similar en teoría a nuestro Cervantes o al Goethe alemán) por todo el mundo se enmarca en este contexto.

Los corresponsales han señalado que Xi impone «el partido sobre el Estado», y fusiona agencias gubernamentales con otras del PCCh, que ahora tendrán competencias sobre todos los funcionarios, no sólo sobre miembros del partido. Y Xi tiene motivos para haber elegido este camino si atiende el ejemplo previo de un país de economía planificada en transición. Cuando en 1985 fue nombrado secretario general del PCUS, Gorbachov se marcó el camino contrario. Con la perestroika y la glasnost pretendió institucionalizar la URSS separando el Estado del partido, a tal punto que se hizo nombrar presidente soviético en 1990 para deslindar su responsabilidad con el país de su cargo orgánico. En poco más de un año, sufrió un golpe de Estado por los irreductibles y la Unión Soviética colapsó, dando paso a una década ominosa de caos y oligopolios mafiosos de la que ha emergido Putin, otro líder que tampoco disimula ya su poco aprecio por la democracia liberal.

Aunque occidente ganó la Guerra Fría, la pésima gestión de la posguerra fría en Rusia sigue produciendo efectos, no solo allí y en las antiguas repúblicas de la URSS, también en China.

Cabe la esperanza de que, con la insistencia en acumular cargos, Xi acabe por exigir también la de su comunidad de vecinos. Y de ahí nadie sale indemne.

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