Alaska
Fue, además, el último gran iberista, empresa que en nuestro país no ha tenido nunca demasiados entusiastas (Gaziel, se me ocurre ahora). No teman, no; no es que estuviera abonado a la fórmula Estado Español, sino que su reino era, sobre todo, una unidad de destino en lo geográfico.
Mencionaba Rosa Belmonte en uno de esos felices pandemonios que son sus columnas la sintonía de la serie de documentales que Félix Rodríguez de la Fuente dedicó al lobo, aquella salmodia a mitad de camino entre Vangelis y el trío Lalalá, que decía: “Llegaaaa el matadooooor”, y al punto, tras un redoble tamborilero como de la Fura dels Baus: “¡El loooooooobo!”.
No sé si España estaba preparada para deglutir ese aullido, pero desde luego a mí me cogió con la guardia baja, y desde entonces me sorprendo alguna que otra vez canturreándolo. De ahora en adelante, y gracias a Belmonte, lo haré conforme a la letra original, porque el caso es que llevo 40 años ululando, en lugar de ‘llega el matador’, el ‘graaaan matadooooor’.
Esta semana se han cumplido 38 de aquel sábado en que mi madre me despertó con la noticia de que felirrodiguedelafuente (lo pronunciábamos así, de una sola voz y a la velocidad del rayo, cual si fuera un trabalenguas abreviado al que hubiera que rendirle honores. Sólo tras la canción de Enrique y Ana, Félix fue simplemente Félix e incluso algo peor, el Amigo Félix); de que el Hombre de la Tierrra, ay, había muerto en un accidente de avioneta. Recuerdo que se postró frente a mi cama y, en un susurro pausado, el tacto inédito en su decir (ni siquiera las muertes de su primo y de su abuela habían merecido ese acopio de duelo) su mano atusándome el cabello: «Ha dicho la radio…» Por aquellos días, a la hora de describir el oficio de felirrodiguedelafuente, tendía a repetirse la palabra naturalista, y aún hoy su entrada en la Wikipedia incluye dicha atribución.
Ignoro si nuestro hombre encajaría hoy en los postulados del ecologismo, concepto que aún había de hollar los periódicos y telediarios locales, donde sí tenía presencia, aunque residual, el sintagma Los Verdes, el partido alemán en que cristalizó el movimiento (y que devino en la alegre constatación de que Alemania había dejado de ser nazi). Quiero creer que no. No ya por objeciones de carácter político (no olvidemos que Del Bosque, que compartía ecosistema con depredadores como Juanito, Benito o Camacho, era de izquierdas), sino porque felirrodiguedelafuente incumplía todos los preceptos estéticos que definen al ecololó (apócope de mi admirado Caparrós), empezando por el de hombre blandengue.
Fue, además, el último gran iberista, empresa que en nuestro país no ha tenido nunca demasiados entusiastas (Gaziel, se me ocurre ahora). No teman, no; no es que estuviera abonado a la fórmula Estado Español, sino que su reino era, sobre todo, una unidad de destino en lo geográfico. ¿Cómo iban a ser españoles un lince, un alimoche, un águila? Y sin embargo, ¿cómo explicar España sin el lince, el alimoche, el águila? Cómo explicarla, en fin, sin felirrodiguedelafuente, que obró el milagro de que un niño de no más de 10 años asolara la Barceloneta de la mañana a la tarde, fuera al cine de reestreno hasta entrada la noche y jugara a fútbol en la repla hasta la madrugada.
Y jamás le faltara en el bolsillo su cuaderno de campo. No fuera a aparecer el matador en un barrio donde, la verdad, todos teníamos un aire a lirón careto.