La política que falta en Cataluña
Con los otros humores del país aliviándose en la calle, como tunos de madrugada, casi se nos olvida Cataluña, que sigue en su españolísima vuelta al ruedo (los sediciosos han llegado ya a ese mismo bordado de ridiculez y gravedad que tiene el torero, como un payaso de la muerte o un guerrero de cabaret).
Con los otros humores del país aliviándose en la calle, como tunos de madrugada, casi se nos olvida Cataluña, que sigue en su españolísima vuelta al ruedo (los sediciosos han llegado ya a ese mismo bordado de ridiculez y gravedad que tiene el torero, como un payaso de la muerte o un guerrero de cabaret). Cataluña, sin gobierno (el 155 sólo es un sistema en el que unos funcionarios pisan o esquivan a otros funcionarios), ha terminado siendo rehén de una cuadrilla de beatos raptados a su vez por visiones extáticas y el goce de sus propias llagas.
En Waterloo con soldaditos de plomo, en Suiza con el dinero como un paraíso de queso para los ratones, en Sant Jaume como celda de romance o en el Parlament como una mezcla de gallera y ruleta, unos pequeños políticos del ego envueltos en grandes palabras, como todas las mentiras, prolongan la agonía, que en su fantasía es igual que prolongar el placer. No les importa que no haya Govern, que Cataluña no arranque, como un tren parado en la estepa; que el ciudadano vuelva a ser ciudadano en vez de infantería sentimental. Sólo les importa seguir alimentando la fantasía, que no es tanto la de una República idílica sino la del sentido de sus pequeñas vidas sacrificiales. Puigdemont es ya como un penitente de sí mismo, es su propia religión hecha de sus espejos y caretas y cilicios.
El domingo, por salir también con toda España, que gusta ahora de hacer esa política del desagüe humano por las correntías de las calles, volvieron a manifestarse en Barcelona muchos de los catalanes a los que pretenden expulsar de su catalanidad y de su españolidad. Ellos no llevan por guión un ahorcado o un mito, sino la condición de ciudadanía, el gran invento de la modernidad, que es lo que abole toda la superstición del pueblo, de la raza y del vasallaje. La ciudadanía, el contrato social que forma el Estado de derecho, es lo que nos protege de que minorías o mayorías, por la fuerza de la masa o de lo sagrado, expulsen del Estado (de sus derechos, de su condición de iguales) a otros ciudadanos. Esto es lo que ha pretendido el secesionismo, apelando además a un concepto de democracia pisoteante, pervertido.
“Los fanáticos, los mártires, me dan mucho yuyu”, decía Rosa María Sardá este domingo como de vuelta ciclista.Y pedía razón, no pasión. Pero cómo pedir razón a los románticos de las pistolas en las sienes, que sueñan como con un museo de Larra para su chaqueta y su bandera, que sería también un museo muy torero. Puigdemont sigue haciendo escolasticismo de su peluca, o política patriótica de su culo. No es que no se haya dado cuenta de que el principio de legalidad está antes que las ilusiones de tribu, es que está defendiendo su ser, definido pobremente (y baratamente, que diría Schopenhauer) por esa pertenencia a la tribu.
Ante algo que no es política, sino religión, ¿cómo pueden actuar los partidos? Los creyentes aún defenderán su credo, sin el que se les caen, claro, el alma y el negocio. Únicamente la CUP es pura alma, monjes soldados. Para los demás partidos independentistas o catalanistas, si el negocio peligra más que el alma, renegarán de la mitología, al menos temporalmente. Es lo que están viendo ERC, algunos sectores del propio PDeCAT, y el nuevo partido impulsado por Antoni Fernández Teixidó, Lliures, que quiere recuperar una especie de neopujolismo recién planchado.
El PP intentará recuperar el pulso en Cataluña, ya que Ciudadanos le ha arrebatado la bandera de una españolidad sin pollo pintado pero también sin complejos (gobernar quizá exige más precauciones, pero Rajoy debe darse cuenta de que ese no moverse le hace parecer más gacela que serpiente). El PSOE, que no puede desmarcarse del PSC, a quien está unido casi anatómicamente, seguirá en el posibilismo, creyendo que es virtud aristotélica lo que es indefinición, tibieza o incluso complicidad. Igual que Podemos, que insiste en un referéndum pactado que es imposible sin una reforma agravada de la Constitución. Pero a ellos, que también hacen política en una dimensión ajena a la realidad, no les importan estas pequeñas incongruencias a la hora de alcanzar su hegemonía gramsciana. Esta hegemonía cada vez está más lejos, así que tienen que exagerar sus promesas, su magia y la belleza de su paraíso levemente sioux, en una desesperación como adventista, que es muy parecida a la desesperación independentista.
Cataluña casi se nos olvida con todo el país yéndose a otra sentimentalidad política y doméstica. Pero en Cataluña aún nos jugamos mucho. No sólo España, sino Europa, que no puede acabar dividida en marcas carolingias o comarcas jamoneras. Nos jugamos el propio concepto de democracia, que no se puede desmontar con cualquier revolución de maestros de preescolar y guardias de tráfico. Para ello, Cataluña no sólo debería volver al autonomismo tranquilo. También los catalanes deberían volver al concepto cívico de ciudadanía y dejar ese otro concepto romántico y de guerra que es el “pueblo”. Claro que eso sólo se podrá hacer con tiempo y educación. La gran pregunta es si el autonomismo catalanista, tal como ha sido mimado desde Madrid (tanto por el PP como por el PSOE), y tal como ha sido manejado por las élites políticas nacionalistas catalanas, de derechas o izquierdas, puede conseguir volver de la tribu a la ciudadanía, que no les interesa para nada. Y si el Estado debe implementar nuevos mecanismos para asegurar que la ciudadanía no sea devorada precisamente por una ideología de Estado, aunque sea Estado postizo, que eso es el nacionalismo. Ésa es la política que falta. Y que aún se oye poco en las tribunas partidistas y en las calles con lava de banderas o revoluciones de bolsa de agua caliente.