Arnaud Beltrane, 'in memoriam'
Me ha conmovido el acto heroico de Arnaud Beltrane, por su grandeza humana, claro, pero también porque ha dejado caducas todas las teorías sobre el fin de la historia cuando el 24 de marzo cambió la vida de un rehén por su propia muerte.
Me ha conmovido el acto heroico de Arnaud Beltrane, por su grandeza humana, claro, pero también porque ha dejado caducas todas las teorías sobre el fin de la historia cuando el 24 de marzo cambió la vida de un rehén por su propia muerte. Fue degollado, pero con su sacrificio ha vuelto a dar significado al ideal de la fraternidad y a la virtud del coraje.
Con la fraternidad nunca han sabido muy bien qué hacer los revolucionarios. Está cargada de resonancias cristianas. Recordemos que en junio de 1847 el congreso fundador de la Liga de los Comunistas (entre cuyos miembros se encontraban Marx y Engels), sustituyó el lema “Todos los hombres son hermanos” por el de “¡Proletarios de todos los países, uníos!”
Con el coraje, no sabemos qué hacer los flácidos morales. No lo encontrarán ni en las listas de valores dignos de ser presentados en sociedad ni en la de competencias escolares.
En L’irrèligion de l’Avenir (1887), Jean-Marie Guyau Tuillerie nos lanzó una pregunta inquietante: «¿Por qué valor estamos dispuestos a dar la vida?» Es decir: ¿qué valor realmente merece la pena?
Un valor vale tanto como la pena que estamos dispuestos a pagar por su defensa ante los contravalores que lo acechan. Por eso podemos juzgarnos a nosotros mismos y a nuestros ideales preguntándonos si tenemos coraje para pagar según qué penas.
«Quien no puede responder a esta pregunta –añadía Gullau Tuillerie- tiene un corazón vulgar y vacío, porque es incapaz de sobrepasar su individualidad. Arrastra su yo egoísta como la tortuga su caparazón».
A la mentalidad posmoderna, que tiende a dar por supuesto que el valor supremo es la vida, los valores demasiado caros le producen jaqueca. Una vez le preguntaron a Bertrans Russell si estaría dispuesto a dar la vida por sus ideales. “No, contestó, porque podría estar equivocado”. Este es el tipo de bromas que nos tranquilizan. Nos ahorran el mal trago de tener que medir la altura de nuestras convicciones. En esto consiste, según Francis Fukuyama, el fin de la historia.
Ya sabemos que hay fanáticos dispuestos a dar la vida de los demás por sus valores. Mientras se celebraban los funerales de Beltrane, en Cataluña alguien lanzaba una advertencia siniestra: «Habrá muertos. Habrá muertos y será terrible porque, en el fondo, no nos gusta la violencia». Me recordó lo que cuenta John Langdon-Davies en Behind the Spanish Barricades: que en el código de honor de los anarquistas catalanes se incluía este precepto: “Tienes que aprender a matar sin odio”. El fanático puede, efectivamente, matar sin odio. Puede, incluso, autoinmolarse por un ideal.
La fraternidad cristiana no es un ideal. No es una utopía. Es la respuesta a la demanda de ayuda de un hermano. No es una idea. Es un tú. Un tú frecuentemente mediocre, como el vecino del quinto C.
Para afirmar la fraternidad cristiana se necesita un coraje inmenso. Un coraje de santo.