Lo milagroso de seguir amándose a los 50
Hace algunos años leí Mi Enemigo Mortal, la tremenda novelita de Willa Cather, esa gran desconocida de la literatura norteamericana, quizás demasiado injustamente eclipsada por Faulkner. Las apenas ochenta páginas del relato, narrado a través de los ojos de una joven del mismo pueblo que los protagonistas, describen la historia de amor entre Myra Driscoll y Oswald Henshawe.
Hace algunos años leí Mi Enemigo Mortal, la tremenda novelita de Willa Cather, esa gran desconocida de la literatura norteamericana, quizás demasiado injustamente eclipsada por Faulkner. Las apenas ochenta páginas del relato, narrado a través de los ojos de una joven del mismo pueblo que los protagonistas, describen la historia de amor entre Myra Driscoll y Oswald Henshawe. Myra, sobrina-nieta del señor Driscoll, un ricachón de Parthya (Illinois), decidió en su juventud casarse con Oswald, el hombre a quien amaba. Myra, consciente de que esa decisión le habría acarreado la pérdida de su herencia, optó por fugarse y coger un tren hacia Nueva York, hacia el amanecer del amor.
El resto de la novela es el esconderse de ese sol, la muerte progresiva de la promesa que iluminó el comienzo. “Ha sido nuestra ruina. Nos hemos destruido el uno al otro”, confiesa en un momento Myra a su marido mientras con una mano le acaricia suavemente la cabeza. La obra termina con la muerte de Myra, tumbada en una cama junto a Oswald. A él precisamente le dirige sus últimas palabras: “Podría soportar sufrir… muchos han sufrido. Pero, ¿por qué debo morir así, sola junto a mi enemigo mortal?”. Oscuridad total de un amor incumplido en el que los años eran clavos en el ataúd de la promesa. Es lo natural, dicen muchos. Y razón llevan.
Si saco a pasear la negrura de ese matrimonio malogrado –ficticio, pero por desgracia tan real– no es porque hoy sea martes, día para disuadir de bodas y embarques. Lo hago porque el sábado pasado tuve la fortuna de presenciar su envés luminoso. La ocasión fue una fiesta en la que algunos amigos, varios de ellos parejas desde hacía ya 20 ó 25 años, habían preparado una cena para otro amigo que venía de cumplir el medio siglo. Yo era un intruso por edad, un garzón entre cincuentones. Lo que allí vi fue el resplandecer de la alegría, el gusto sosegado de vidas que en los años se habían hecho más serenas, más fructíferas. En cada gesto se percibía que con el pasar del tiempo el amor había crecido entre ellos: en la limpieza y simpatía con la que, en la conversación, sacaban a tender sus trapos sucios; en las pausas entre el chascarrillo de uno y la confesión seria de la otra; en cómo servían el vino; en la forma de hablar de los hijos que ya se iban yendo de casa y en el afrontar la irreversible partida de los padres, ya trillados por la vida en el cuerpo y en lo otro, que diría Foster Wallace.
En Mi enemigo Mortal, la narradora habla en un determinado momento de los ojos de Oswald, el marido de Myra. Son ojos “inescrutables”, “corteses y amables, pero en el fondo de los cuales no consigues adentrarte”. Las miradas de los cincuentones, transparentes, curiosas y pícaras, aquilatadas por los sufrimientos y las pruebas del vivir, fueron una soga lanzada al pozo oscuro de mi escepticismo, ese sí, mi enemigo mortal. Me hizo bien agarrarme a ella y trepar hacia la luz.