La Constitución y las piedras
Tras su huida a Bélgica, Carles Puigdemont se ha erigido como el máximo baluarte de la aplicación del 155 en Cataluña. El expresidente catalán sigue convencido de que le pertenece a él la legítima presidencia de la Generalitat de Cataluña y ha arrastrado a sus fieles representantes en el Parlamento catalán a bloquear la formación de un Govern durante meses, impidiendo que prosperase cualquier alternativa algo menos frentista, hasta que ha logrado encontrar a un acólito dispuesto a guardarle el sitio.
Tras su huida a Bélgica, Carles Puigdemont se ha erigido como el máximo baluarte de la aplicación del 155 en Cataluña. El expresidente catalán sigue convencido de que le pertenece a él la legítima presidencia de la Generalitat de Cataluña y ha arrastrado a sus fieles representantes en el Parlamento catalán a bloquear la formación de un Govern durante meses, impidiendo que prosperase cualquier alternativa algo menos frentista, hasta que ha logrado encontrar a un acólito dispuesto a guardarle el sitio. Mientras, a la espera de que la justicia alemana decida el futuro del huido, parece Puigdemont entretenido y hasta volcado en la cultura del ‘zasca’, pues son sus apariciones en Twitter lo que parece consumir la mayor parte de su tiempo.
Resulta hasta simpático repasar el timeline del expresidente y comprobar cómo critica leyes aprobadas en las Cortes Generales después de declarar a Cataluña territorio ajeno a ellas, o cómo trata de contestar a los diputados de la oposición desde los 280 caracteres lo que, por exclusiva decisión suya -seguramente nadie tuvo tantas oportunidades de rectificar como las tuvo Puigdemont-, ya no puede hacer desde la tribuna. Sin embargo, hay una de sus perlas que ha pasado ciertamente desapercibida. En su habitual forma de intentar desdeñar a las fuerzas constitucionalistas –bloque del 155, búnquer monárquico, etc.-, quiso referirse a PP, PSOE y Cs como representantes del “supremacismo constitucional”. Lo cual es una genialidad se mire por donde se mire.
Uno ya comprende que debe resultar complicado cerrar filas en público con una persona abiertamente racista, cuyas ideas acerca de los españoles –y millones de catalanes que así se sienten- han sido reiteradas en artículos, escritos y tuits y además no han merecido ninguna rectificación. Torra no ha dicho ni dirá que ha dejado de pensar lo que pensaba de los españoles, pero si alguien se siente ofendido, lo lamenta, claro. La mentalidad de Torra no es tan distinta a la de otros líderes nacionalistas. Cuando Artur Mas fue preguntado por el asunto todo lo que tuvo a bien decir, sin desmarcarse, es que él no tenía comentarios como esos porque llevaba mucho tiempo expuesto. Perfecto. Que muchos le merecíamos la condición de habitantes ilegítimos de Cataluña a muchos de los adalides del separatismo tampoco es ninguna novedad.
El propio Puigdemont, tan ingenioso él con el sintagma ‘supremacismo constitucional’, da cuenta, seguramente sin quererlo, del concepto de ciudadanía que maneja. Es cierto que los hechos hablan más que las palabras y que la voluntad de privar a siete millones y medio de españoles de sus derechos de ciudadanía, perpetrada a través de un asalto a la legalidad empequeñece cualquier otra manifestación. Sin embargo, concluir como él hace que la supremacía, es decir, la primacía jerárquica de los valores constitucionales por encima de los que él propone –a saber, como mínimo: el lugar de nacimiento-, es algo antidemocrático, sólo le retrata a él. Por supuesto que la Constitución y el derecho están por encima de las arbitrariedades y hacen a los ciudadanos libres e iguales en derechos y libertades. Lo hacen, precisamente, para evitar que los dirigentes cuya noción de ciudadanía debe emanar de la tierra en la que se nace o de los ancestros de uno, no puedan llevar sus planes a cabo. Así que sí, señor Puigdemont, la Constitución está por encima de las piedras. Por fortuna.