El gurú de la Feria del Libro
En esta vida de ruido y furia se agradece encontrar de vez en cuando un oasis como el que representa una feria del libro. Nótese que no aludo en concreto a la de Madrid, pues aunque este texto se base en ella, podría intercambiarse por la de cualquier otra plaza o fuerte. La cuestión es reunirse en torno a esa idea llamada libro, con una u otra excusa.
En esta vida de ruido y furia se agradece encontrar de vez en cuando un oasis como el que representa una feria del libro. Nótese que no aludo en concreto a la de Madrid, pues aunque este texto se base en ella, podría intercambiarse por la de cualquier otra plaza o fuerte. La cuestión es reunirse en torno a esa idea llamada libro, con una u otra excusa. Más aún si el evento de turno acude al rescate de un gremio en visible peligro de extinción, que hace de este oasis una de las principales fuentes donde escapar de la sed. E incluso diría que el libro como objeto físico es lo de menos. Casi es más importante comprender que el hábito sigue vivo, y reconocerte en las pupilas de otros lectores que irán allí llueva o nieve. Lo pensaba el otro día cuando un gurú de no sé qué cosa digital profetizó que las ferias de libros desaparecerían en un plazo máximo de veinte años. El tipo se olvida del papel socializador de la feria, me temo, a la que acudiríamos religiosamente aunque todos los libros del mundo se hubieran quemado a 451 grados Fahrenheit.
Pero decía que me gusta la Feria de Libro. Me gustan sus transeúntes buscando títulos para acompañar el Patria de Aramburu bajo el brazo, sus paseantes mirando al cielo por si esta tarde toca jarreo diluviano o sol de justicia. Me gustan sus escritores noveles imaginando las colas que no formarán, sus escritores consagrados observando por el rabillo del ojo las colas que se han montado en la caseta del youtuber, mucho más largas, claro. Me gustan, o más bien debería decir me siento orgulloso de, los libreros dejándose el lomo para que el asunto siga adelante. Me gustan esos bibliófilos que colocan el posesivo «mi» ante estos libreros, porque ellos saben que en este oficio se es un poco de cada cliente que pasa por la librería. Así que no puedo dejar de decir que también me gustan mis libreras de Los editores, una valleinclanesca y otra unamuniana, como en un reflejo de los dos polos que mantienen erguido el mundo. Me gusta esa megafonía que enumera las casetas con autores; megafonía a la que nadie hace caso, pero que se necesita como el viento al bufido. Me gustan las editoriales, que ponen parte de la voz en cada corrillo. Me gustan las casetas, esos pequeños espacios donde uno se cuece ante el calor y se hiela ante el frío, una especie de potenciador de emociones. Me gustan los baños portátiles con el hedor clavándose en las sienes, las cafeterías portátiles con la cerveza de a euro. Me gusta ese camino de tierra que lo mismo te asfixia con el polvo que te embarra las perneras hasta las rodillas. Pero sobre todo me gusta, y con esto respondo al canon de cerrar el texto con el mismo concepto que lo abrió, la idea de continuar con esta reunión agradable en torno a esa idea llamada libro. Le guste al gurú o no.