La vida regalada
Mi mejor amigo ha llegado desde la brasileña Belén, la décima ciudad más violenta del mundo en cuya universidad da clase, para acompañar a su padre enfermo en un hospital público de la periferia de Barcelona. Hemos pasado varias tardes juntos, jugado al básket en un parque, cenado en terrazas. A veces se le escapaba un suspiro que no requería explicación —el aire libre, las calles apacibles—; otras, asomaba una cautela instintiva, como esos soldados que vuelven a casa y saltan ante cualquier ruido.
Mi mejor amigo ha llegado desde la brasileña Belén, la décima ciudad más violenta del mundo en cuya universidad da clase, para acompañar a su padre enfermo en un hospital público de la periferia de Barcelona. Hemos pasado varias tardes juntos, jugado al básket en un parque, cenado en terrazas. A veces se le escapaba un suspiro que no requería explicación —el aire libre, las calles apacibles—; otras, asomaba una cautela instintiva, como esos soldados que vuelven a casa y saltan ante cualquier ruido.
Sus días en Belén, con 71,38 asesinatos por cada 100.000 habitantes, pasan lentos entre santuario y santuario: su piso en una urbanización con seguridad privada, el taxi —de una compañía de confianza— para ir al fortificado centro comercial o al gimnasio, la universidad con policía y guardias, y unos pocos bares y restaurantes con empleados armados en la puerta. No puede salir a correr o bañarse en la playa. Alguna vez, siempre de día, se aventura a coger el autobús, pero sin mochila ni móvil. Las noches son oscuras y llenas de horrores, y nadie juicioso se adentra en ellas.
Hace unos días, tras la pachanga de fútbol sala que juega cada domingo con profesores y alumnos, alguien preguntó por la ausencia de uno de los habituales. «Mataron a su hijo para robarle el coche». La barbacoa de después del partido continuó como si tal cosa. He vivido situaciones parecidas en lugares donde el cerebro está siempre alerta y reserva un espacio a planes para llegar de un sitio a otro, a normas de supervivencia absurdas e inquebrantables. Pero hasta a la posibilidad de la muerte uno se acostumbra.
La vida en España se parece muy poco a eso. Aquí la policía no te roba, no te detiene sin motivo ni te tortura, no te viola ni te mata. No hay ladrones a la vuelta de la esquina, barrios donde no se pueda poner el pie, bandas de asesinos que, como me contó otro amigo, te pegan un tiro para ver de qué lado cae el cuerpo. Las calles son nuestras a cualquier hora.
A esta placidez del espacio público se pueden añadir muchos otros logros como la sanidad pública y universal, la educación, las infraestructuras o una administración sometida a la ley y libre de corruptelas. Es humano dar por sentado que esta vida regalada será así siempre —aunque sepamos que nada lo es—, incluso ser crítico y querer que sea todavía mejor, pero intento recordar que es una excepción en este mundo. Me pregunto si, llegado el caso, seremos capaces de protegerla y si, como también es norma, solo nos acordaremos de ella cuando la hayamos perdido.