Un infierno de ángeles custodios
El filósofo Clément Rosset recibió en una ocasión una nota anónima en la que se leía: “Lo que tomamos por una versión perversa de la realidad, es la realidad misma”. Eso es lo que comprendí yo una mañana que estaba en la Plaza de Ocata, aquí al lado de casa, tomando un café y leyendo a Epicteto.
El filósofo Clément Rosset recibió en una ocasión una nota anónima en la que se leía: “Lo que tomamos por una versión perversa de la realidad, es la realidad misma”. Eso es lo que comprendí yo una mañana que estaba en la Plaza de Ocata, aquí al lado de casa, tomando un café y leyendo a Epicteto. Una joven negra atravesó la plaza moviendo su anatomía suntuosa con plena conciencia de lo que hacía, como si caminara por una pasarela, y se detuvo en lo alto de las escaleras que descienden a la calle Mestres Villa, afirmándose a sí misma ante los obreros que trabajaban, a sus pies, arreglando no sé qué. Mientras la joven se ufanaba de ser quien era, los obreros aceleraron el ritmo y hundieron sus cabezas en su actividad, sin decir ni pío, para disimular una parte esencial de lo que eran.
Antes de sucumbir ante la evidencia, quise saborear mentalmente un poema de Luis Palés Matos, con la conciencia de estar cediendo a un vicio solitario:
“Por la encendida calle antillana
va Tembandumba de la Quimbamba
-rumba, macumba, candombe, bámbula-
entre dos filas de negras caras.
Ante ella un congo -gongo y maraca-
ritma una conga bomba que bamba.
Culipandeando la Reina avanza,
y de su inmensa grupa resbalan
meneos cachondos que el gongo cuaja
en ríos de azúcar y de melaza.
Prieto trapiche de sensual zafra,
el caderamen, masa con masa,
exprime ritmos, suda que sangra,
y la molienda culmina en danza.
Por la encendida calle antillana
va Tembandumba de la Quimbamba.
Flor de Tórtola, rosa de Uganda,
por ti crepitan bombas y bámbulas,
por ti en calendas desenfrenadas
quema la Antilla su sangre ñáñiga.
Haití te ofrece sus calabazas;
fogosos rones te da Jamaica;
Cuba te dice: ¡dale, mulata!
Y Puerto Rico: ¡melao, melamba!
¡Sús, mis cocolos de negras caras!
Tronad, tambores; vibrad, maracas.
Por la encendida calle antillana
-rumba, macumba, candombe, bámbula-
va Tembandumba de la Quimbamba.
Encontré este subversivo poema, por cierto, en un libro de texto de “Lengua y literatura de España” escrito por el falangista Giménez Caballero y publicado en 1955, que incluía, entre otros textos en catalán, la “Oda a la pàtria” de Aribau.
Entre macumbas y bámbulas imaginadas acepté que soy un macho blanco, anticuado, hetero, europeo, cristiano y lector de Platón y, por lo tanto, culpable de falologocentrismo (dejemos ahora de lado mi crianza en el sistema matriarcal de las familias navarras, porque aquí no rima); reconocí que me harta la “moral fashion”, el supuesto de que la razón tiene sexo, pero el género carece de razón; la idea de que los hombres han de llorar para liberarse de la onerosa culpa de su virilidad; eso de que hay que ser respetuoso con el otro, pero sin atreverse a ser como él (para no caer en la apropiación cultural) ni como yo (para no sentirme culpable de mi diferencia); que se pueda ensalzar en voz alta el mármol de la Venus Calipigia, pero se deba ocultar la conmoción de la belleza transeúnte; que tenga que empatizar con todo el mundo, cuando me basta con la urbanidad en el trato con los ajenos… En definitiva, que quiero ser el otro del otro y seguir disfrutando de –por ejemplo- las películas de todos aquellos que, como John Wayne o Clint Eastwood, se han resistido a colaborar en la creación de este infierno de ángeles custodios que parece una versión perversa de la realidad.