Dios no escribía en prosa
El que acepta que este mundo que vivimos no está hecho de unos y de ceros, que su dimensión más real no es la de que describen los científicos o enciclopédicos, sino precisamente la espiritual, aquella hecha de historias (humanas, personales, universales) y metáforas y sensaciones.
De niño me costó entender la poesía, a pesar que muy temprano empecé a escribirla. El fin inicial que le daba, no me avergüenzo en decirlo, era puramente utilitario. Poemas como herramientas: para enamorar, pedir perdón, poner mi vida adolescente en el centro melodramático del universo. Así empecé a rimar, a aventurarme a los sonetos, a robar de Bécquer y Vallejo. Como quien afila un cuchillo.
Pronto me di cuenta que la poesía escondía otra dimensión.
La numinosa de la que escribí antes a propósito de los cuadros: aquella en la que uno entra en contacto con la infinidad de la condición humana y, llevado por una especie de éxtasis revelatorio, se baña en sus aguas profundas. A nadar entre verdades como entre peces. Verdades, sí. Verdades más certeras que las newtonianas: verdades trascendentales, sensoriales y metafóricas. Aquellas que son veraces en virtud de la universalidad del efecto espiritual y —por qué no, estomacal— que tienen al toparnos con ellas.
Fue con un poema de Borges, Ausencia. “Tu ausencia me rodea como la cuerda a la garganta/el mar al que se hunde”. El mar, al que se hunde… ¿Acaso existe mejor descripción de la nostalgia? Y ahí, por primera vez, me di cuenta que el verso no es una forma distinta, fantasiosa o musical de decir lo mismo, sino la mejor manera de hacerlo. Y por tanto la más verdadera.
Hemingway aconsejaba al joven artista que escribiera la oración más veraz. La obra entera de Tolstoi es muestra que la gran literatura es aquella que hace precisamente esto, y encuentra la verdad entre las letras. Que la mejor prosa parece verso, y lo termina siendo. Y que el mejor verso, aquel que guardamos en el bolsillo como si fuera un rosario, ya es cosa divina.
Los caminos que nos llevan a lo sagrado son los caminos ocultos de la metáfora. Volvamos a Borges. Las metáforas existen en virtud de que una cosa A (la nostalgia) y otra cosa B (el mar) tienen una cosa C que las une. Mi opinión es que esta tercera cosa, que muchos ven como un simple juego de manos, es necesariamente más grande que las otras dos. El puente es más largo que las islas que une. Y está debajo del mar.
En el caso del poema de Borges se trata del sentimiento oceánico (en este mundo ya solo valen las metáforas) que acompaña a la nostalgia. Y el que se ha bañado en ese océano entenderá perfectamente lo que digo ahora en el Madrid de 2018 y lo que dijo Borges en el Buenos Aires de 1923. Que la nostalgia se parece más a estar sumergido bajo el mar que a la misma palabra de nostalgia. Y esa es la purita verdad.
El que acepta que este mundo que vivimos no está hecho de unos y de ceros, que su dimensión más real no es la de que describen los científicos o enciclopédicos, sino precisamente la espiritual, aquella hecha de historias (humanas, personales, universales) y metáforas y sensaciones; que la vida vale la pena, como decía Nietzsche, según se vive como una “experiencia estética”, y que en esta experiencia, a pesar de su solipsismo y subjetividad, aún hay verdades, sitios donde viejos picapiedra y japoneses robotizados pueden encontrarse —siempre y cuando hayan vivido y sufrido, por ejemplo, nostalgia; entonces el que acepta todo esto podrá de nuevo coger la Biblia* (por decir algo, que coja lo que quiera) y leerla con los ojos para los que fue escrita. Pues Dios no escribió en prosa, y no es bueno confundir la gramática — con la poesía.
*al que se decida por esto, le recomiendo que lea Eclesiastés.