El día de Federico García Lorca
Me desperté el lunes con una de esas noticias cuyo titular obliga a frotarte los ojos primero, y a comprobar si en el link aparece o no el sello de El Mundo Today después. Dicha cabecera rezaba así: «La capital de Nueva Jersey proclama el 5 de junio como Día de Federico García Lorca».
Me desperté el lunes con una de esas noticias cuyo titular obliga a frotarte los ojos primero, y a comprobar si en el link aparece o no el sello de El Mundo Today después. Dicha cabecera rezaba así: «La capital de Nueva Jersey proclama el 5 de junio como Día de Federico García Lorca». Cuando me hube recuperado del susto, me sumergí en la noticia y la perplejidad no dejó de azotarme: Union City, capital del Estado norteamericano de Nueva Jersey, ha proclamado oficialmente el 5 de junio como «Día de Federico García Lorca». Hay que dejar claro que esta confusión no ponía en duda la pertinencia del hecho: dedicarle un día al genio de Granada es pertinente en cualquier ciudad del planeta, más aún si entre sus calles (o en calles vecinas y análogas) el poeta ideó esa obra maestra capaz de mezclar surrealismo y tradición llamada Poeta en Nueva York. Era más un asombro simbólico, si se me permite el juego de palabras.
Llama la atención que este gesto, insisto, más simbólico que otra cosa, sea más representativo que la mayoría de actos que sobre el poeta se llevan a cabo en España. Y vuelvo a remarcar el término «gesto simbólico», porque en el otro plano, en el real, en el práctico, Lorca sigue vivo y muy vivo. Se reeditan sus títulos, se publican libros sobre su vida y su arte, se estrenan adaptaciones de su obra dramática. Sin embargo, cuando de rescatar metafóricamente su figura se trata, aparecen los cainismos, la política y el mercachifleo. Algo tan simple como ponerle un día al poeta más universal de nuestras letras sería visto en esta España como un gesto tribunero, que obligaría a la oposición (sea ésta una asamblea, un partido político o una facción de la junta de vecinos) a sacar la bufanda y a emborronar su figura.
Sin ir más lejos, cada vez que uno alude a la necesidad más simbólica que se puede tener con el poeta, es decir, cada vez que uno alude a la deseada aparición de sus restos, en mi caso más por una (egoísta) necesidad de tener una esquina donde peregrinar que por mitigar viejos rencores, al instante aparecen en redes sociales la caterva de indignados a uno y otro lado del frente de guerra que claman justicia sin saber muy bien para restituir qué o para aliviar a quién. Si le levantan una estatua en Granada, puede ocurrir lo que de hecho ocurrió hace un par de meses: que una mañana se levante su efigie con una esvástica nazi tatuada a navaja en su frente. Si un columnista decide citar uno de sus versos sobre tauromaquia, arte que tanto admiró, automáticamente se lanzan a su cuello hordas de antinosequé. Si alguien comenta que su obra esconde un profundo deseo homosexual, hay quien se ofende por no haberlo proclamado a los cuatro vientos, como hay quien se ofende por su lírica libertina.
En fin, qué gratificante sería dedicarle un día al año a Federico, siguiendo el guion americano, con el único pretexto que ese acto simbólico merece: leer al mejor poeta de habla hispana en todo el siglo XX.