Historia de un engaño
El 1-O fue una tómbola de pueblo elevada a acto fundacional. La misión de ese día no era en realidad conocer ninguna verdad, sino establecerla.
El 1-O fue una tómbola de pueblo elevada a acto fundacional. La misión de ese día no era en realidad conocer ninguna verdad, sino establecerla. Que el acto de llevar la papeleta como una carta de los Reyes Magos nos convenciera de los Reyes Magos. Algo así, con ese grado de ingenuidad o maldad intelectual. Un festival de convencidos votando si están convencidos, un picnic de cazafantasmas que llevan su fantasma. No hay que llamarlo referéndum, ni votación, porque sería como llamar votación a una misa, como si los feligreses se reunieran para decidir si Dios existe mientras adoran sus llagas, milagros y encajes. El 1-O no se votó nada que se pudiera votar, es decir con libertad, garantías y generalidad. No estaba pensando para eso. Estaba pensado para legitimar un golpe, o un amago de golpe, que no se daría en la calle llena de figurantes, fanáticos y clientes del negocio soberanista, sino en el Parlament.
Las calles son la gran mentira del procés, que estuvo dirigido desde el principio por la élite pospujolista para escapar de la corrupción del 3% y de la crueldad de sus recortes durante la crisis. El procés era un escape y una posibilidad de negocio. Negocio o chantaje, llámenlo según el grado de cinismo que les apetezca hoy. Claro que esto no podía decirse así, no se podía justificar todo ese jaleo en aquel susto de las élites al ver cómo el 15-M obligaba a Mas a llegar al Parlament en helicóptero, como si huyera de Saigón. Ni al ver caer, en la figura de Pujol, la soberbia estructura empresarial de su patria. No, no quedaba nada bonito. Hacía falta otra legitimidad estética, simbólica y radical: la del pueblo mismo pidiendo independencia, libertad, prosperidad, todo eso que les decían que no tenían, o no tenían en el grado que merecían, pero no por culpa de un régimen connaturalmente corrupto, sino por culpa de España, el enemigo único, exterior, el mal absoluto, como mandan las leyes de la propaganda. Un espantajo mezcla de guardia civil, torero y Franco, el facha simbólico y esquemático como una carta de tarot, iba a bastar.
Eso tenía que ser el 1-O, la legitimación final, definitiva, no ya de la independencia, sino de su amenaza. Porque aún se planteaba como amenaza. Y esa legitimidad estaba asegurada. Si podían hacer su opereta con más o menos tranquilidad, entonces sus viejitos como nativos amazónicos con papeleta, sus maestros de preescolar convertidos en guías de la patria, sus payeses de zanfoña y sus culturetas de mochila, el pueblo festivo en fin, habría hablado. Si no, el relato del Estado represor, la España franquista de la porra en el lomo y en la boca, la democracia ante la fuerza (cuando era al revés, era la fuerza de la masa la que intentaba derrocar a la democracia, a la ley); la apelación a la democracia verdadera, cruda, contra un régimen autoritario (de nuevo, al revés); todo esto, decía, serviría todavía mejor como legitimación. Y así fue. El ventajismo, primero. Y luego, el victimismo y las falacias lógicas que tuvieron su día como de carnaval en ese 1-O lleno de muertos del susto y cojos de pega.
La historia de este año, entre estos dos primeros de octubre, es la historia de cómo un farol, según admitió Ponsatí, se les iba de las manos. De cómo un ambicioso y cuidado plan ha sido desbordado por el caos del que pretendía servirse. Ha habido muchos culpables, pero el protagonista ha sido sin duda Puigdemont. Puigdemont, sentimentaloide, mediocre, inseguro, con más motivaciones afectivas que políticas, con pánico a quedar como un traidor, y que tomó decisiones pensando sólo en lo que le dirían en los bares. Terminaría desapareciendo precisamente en el trayecto de un bar a otro, como un mal pagador.
Antes, un Parlament en un caos como de bolera, tomado por el delirio, ignoraba sus propias leyes, la Constitución, el Estatuto, el reglamento, entre la euforia, la pantomima y el suicidio, como tenores que cantan con su puñalada. Se teatralizó un amago de declaración de independencia, suspendida como una espada o una eyaculación, pero firmada en una servilleta. Era ridículo, aunque aún pesaba a la vez como esperanza y como amenaza. Pero los catalanes que se habían creído la república como quien se cree la Atlántida, y que hacían en la calle gestos de santo asaeteado, empujaron a los políticos a creérsela también. O se empujaron unos a otros, por no ser el primero en irse a casa con cara de tonto. No habían contado con esta locura colectiva, contagiosa, señaladora, recíproca. El plan posibilista, el del farol, se empezaba a tambalear dentro de la cabeza de Puigdemont, una choza de pájaros. Más cuando llega la reacción del Estado. Se decide activar el 155, la justicia encarcela a los Jordis, y la tropa indepe se despliega en vigilias y aquelarres. Entonces nos damos cuenta de que ese fanatismo desatado va a ser difícil de embridar.
Puigdemont está a punto de convocar elecciones, pero, con miedo de niño madrero, prefiere la ruina de Cataluña a que lo llamen traidor o meón. Termina declarando una independencia sin balcones, íntima, vergonzante, con el 155 como una sábana por encima. Al día siguiente, nada parecía haber cambiado, pero Puigdemont se iba de vinos por Gerona y luego se fugaba. Medio Govern acababa en el trullo y el martirologio de los “presos políticos” y del falso exilio crucero de Puigdemont empezaba la matraca que dura hasta hoy.
Esa rueda de sinrazón y vergüenza era imposible de parar con unas elecciones, sin más. De eso no se dio cuenta Rajoy. Ciudadanos gana pírricamente y el independentismo conserva la mayoría en el Parlament. Pero lo más relevante es que Puigdemont acaba haciéndose con el PDeCAT y une su supervivencia personal a la de su república imaginaria, liquidando cualquier esperanza de moderación, de volver a la sensatez y a la ley. Puigdemont es el nuevo Rey Sol con peluca de cortinilla. Muchos, incluso entre los creyentes, advirtieron (aún lo hacen) de que el caos no convenía a los negocios, también los negocios de la política. Pero la épica guerrillera y adventista ya lo había tomado todo. Ya no era sólo Puigdemont el que temía quedar como botifler, como enemigo del pueblo. Después de jugar a los bolos con candidatos imposibles, Puigdemont termina poniendo al mando de la supervivencia de la causa a Torra, un supremacista apeluchado, un títere fundamentalista de siniestra suavidad. Se alarga la agonía por entre extradiciones, humillaciones internacionales, victimismo, tribunales tiroleses y homilías con lazos y botijos.
La causa dispone, de nuevo, de todo el poder orgánico que le proporciona la retirada del 155, y el totalitarismo independentista se explaya en las instituciones, en las calles con dueño, en un Parlament que es una basílica del procés cerrada con el santo amojamado dentro. La fiebre amarilla asfixia el espacio público, que ya no existe, y los no independentistas son señalados, acosados, animalizados, agredidos. Y aparece Sánchez, una nueva esperanza para el secesionismo. Ahora los golpistas forman parte de la mayoría parlamentaria que sostiene al Gobierno, y el Estado, que ya había desertado de Cataluña, aparece lejano y desganado como nunca, como un pastor dormido. Quizá el secesionismo, beligerante pero dividido, no consiga su referéndum o su independencia ahora, pero ganará tiempo para rearmarse y también poder, por simple aplastamiento, dejando que fluyan el caos y el miedo, termodinámicamente. Un aplastamiento, un caos y un miedo consentidos por el apaciguamiento de Sánchez.
Este año podría decirse que cuenta la historia de un engaño. Una parte de Cataluña ha sido engañada, ciertamente, y empujada hacia algo que los urdidores sabían que era imposible, además de doloroso y atroz. Sí, hubo engaño, pero ya no importa. No sólo porque los creyentes no admitirán nunca que fueron engañados (a nadie le gusta admitirse idiota), sino porque la ficción que las élites construyeron para el truco ha acabado superándoles e imponiéndose como realidad. Ahora, es más probable la autodestrucción que el desengaño.