8-O, un año después
Fue una de las semanas más difíciles que recuerdo. Durante aquellos días no existía nada más que la impotencia de ver como los entonces gobernantes catalanes amenazaban con dirigirse al precipicio sellando sin remedio la fractura entre ciudadanos.
Fue una de las semanas más difíciles que recuerdo. Durante aquellos días no existía nada más que la impotencia de ver como los entonces gobernantes catalanes amenazaban con dirigirse al precipicio sellando sin remedio la fractura entre ciudadanos. En los meses anteriores, con el golpe parlamentario o los desprecios públicos hacia todos los catalanes ajenos a la senda secesionista, habíamos probado no pocas veces esa letal medicina que es la de permitir que la agenda rupturista del nacionalismo se colara en nuestras esferas personales, con las fatales y previsibles consecuencias que acarrea para la convivencia llevarse a la sobremesa un debate que cuestiona tu propia identidad. Pero nunca fue tan evidente como en aquella primera semana del octubre pasado, cuando el intento de llevar a cabo por las bravas y contra la mayoría de catalanes un plan fatídico fue de tal intensidad que se coló hasta en cada rincón de nuestra vida cotidiana, sin dejar espacio apenas para nada más. Siquiera lo importante.
Aun hoy, transcurridos doce meses, hay quien se mofa de los que se atreven a confesar algo tan íntimo como las peleas entre familiares, las llamadas que dejamos de hacer a personas que nos importaban, el haber puesto sobre la mesa la posibilidad de dejar el lugar en el que naciste o los grupos de whatsapp que se abandonaron aquellos días. No le recomiendo a nadie tener que explicar a alguien que aprecia que jugar a romper una democracia tiene consecuencias que se agravan si entra en la ecuación el desprecio a la existencia de una mayoría de conciudadanos que se sienten humillados en esa intentona irresponsable. Yo sí recuerdo los grupos de whatsapp rotos. Y lo nuevos que se crearon. En uno de ellos, lo resumía con tino una de las personas con las que más hablé aquellos días: “hacía tiempo que no me reía tan poco”. Nos vimos, supongo que todos, arrastrados a aparcar aspectos vitales para centrarnos en reivindicar algo que jamás creímos necesario.
Visto con algo de perspectiva -escasa todavía- aquellas complicidades surgidas al calor de los hechos de otoño ya formaban parte de la reacción al desafío separatista dirigido en primera instancia a los catalanes no nacionalistas aunque también a la democracia española y al pluralismo político y los valores que consagra. En algunos de aquellos chats nos organizábamos hace un año para La Manifestación, me permitan las mayúscula. Para muchos era la primera vez que nos volcábamos en un acontecimiento así. Consultábamos, sorprendidos por la afluencia de gente que se preveía en los días anteriores, grupos de Facebook, Telegram; sondeábamos, con la prudencia debida, a conocidos sobre qué hacer el día 8 “parece que va a ir todo el mundo”; y por qué no decirlo, nos sonreíamos al comprobar que amistades ya olvidadas se animaban también a romper su silencio. Todo parece muy artesano traído ahora a la memoria. Nosotros no tuvimos a TV3 ni a la Generalitat promocionando la manifestación, de hecho la cadena pública presentaba la cita como algo organizado por fuerzas antidemocráticas y extraparlamentarias. A esa ficción quisimos dar al traste con nuestra asistencia.
Y en cierto modo lo conseguimos. Reivindicarnos como pueblo catalán frente a los que trataban de monopolizarlo hasta el punto que convertimos en subversivo lo que venía siendo norma y que jamás debió haberse contemplado como natural: que el nacionalismo hablara en nombre de Cataluña. Por eso aquel día fue lo más parecido a la ‘normalización’ o al ‘encaje’ que se ha hecho nunca en relación al desafío independentista, porque se dejó claro que la parte afectada no era el impersonal Estado español, sino la mitad de los catalanes cansados de ceder, hartos de tener que medir sus demandas en relación a las de los que quieren romper con España, casi condenados a esconder su sentimiento de pertenencia al proyecto común español que estaba amenazado como nunca antes.
Un año después no podemos ni debemos permitir que aquello quede en una anécdota. Ojalá nunca más tengamos que salir a legitimarnos como interlocutores para hacernos visibles ante los desplantes del nacionalismo, pero no echemos por tierra lo logrado. El punto de partida para solucionar la crisis catalana está allí y no es un capricho arbitrario ni una manía reivindicar la fecha. No podemos, como pide el independentismo, evitar las consecuencias judiciales de quienes irresponsablemente provocaron esa situación, pero el separatismo sí puede y debe respetarnos. Y hago extensiva la demanda a cualquier actor político con voluntad de solucionarlo: recuerden aquellas fechas y el testimonio de tantos catalanes hastiados. Entonces muchos ciudadanos de otras partes de España nos acompañaron ante el reproche del nacionalismo. Yo lo agradezco y pido que, por largo que pueda ser el camino, no se borren de lo que ocurre, para que no vuelva a ser norma el dogma nacionalista de que lo que ocurre en Cataluña es cosa de los nacionalistas.