Oda al loco bibliófilo
Pues sí, han salido las clásicas estadísticas del ministerio de Cultura que nadie lee sobre la edición de libros y parece que la noticia es clara: el libro de papel todavía no ha muerto. Los augurios que desde hace décadas vaticinan que el lector abandonará el papel en favor de la pantalla electrónica siguen manchándose de barro las perneras. De hecho, según este estudio la producción de libros físicos ha subido un 1.2 %, dato que no debería corresponder a un soporte que según todos los gurús se hunde sin remedio.
Pues sí, han salido las clásicas estadísticas del ministerio de Cultura que nadie lee sobre la edición de libros y parece que la noticia es clara: el libro de papel todavía no ha muerto. Los augurios que desde hace décadas vaticinan que el lector abandonará el papel en favor de la pantalla electrónica siguen manchándose de barro las perneras. De hecho, según este estudio la producción de libros físicos ha subido un 1.2 %, dato que no debería corresponder a un soporte que según todos los gurús se hunde sin remedio.
Pero como otro año más continúan las profecías en torno a la desaparición del libro físico, ya va siendo hora de comunicarles el funesto fin a todas las comunidades de locos que crecen en torno a ese objeto. Por ejemplo, a los book sniffers, esos tipos que agarran el libro físico con ambas manos y, ayudándose del pulgar, hojean las páginas para aspirar el olor a papel estrenado, a futura lectura. ¿Quién aspirará las páginas de los libros cuando ya libros no queden? Urge por cierto que la semántica recorra el camino natural y nos ofrezca una palabra análoga en castellano. Hay que comunicarles también este próximo hundimiento a esos lectores que furtivamente se acercan a una librería cualquiera, y con mimo va ojeando, ahora sin hache, párrafos y estrofas de distintos libros para elegir el tono literario con el que les apetece hundirse. ¿Quién examinará a escondidas las páginas de los libros cuando ya libros de papel no queden? Para un bibliófilo, tan importante son las horas de lectura como las de elección de lectura. Tampoco nos olvidemos de transmitirles el fin del papel a los que hacen del subrayado de la página credo y dogma. Cuántos rotuladores de colores, bolis de todo pelaje, plumas estilográficas, lápices, ceras Alpino, carboncillos y portaminas se perderán para siempre. ¿Quién subrayará las ideas principales de un libro cuando ya libros no queden?
Y, oigan, no se olviden de los coleccionistas de libros de segunda mano (¿existirán libros de segunda mano cuando ya no quede papel?), que esperan encontrar esos renglones subrayados capaces de reflejar el rastro de migas de pan que el anterior lector tuvo a bien dejar. O esos malditos que persiguen a su escritor de cabecera para que estampe una firma en su contraportada. ¿Qué firmaran los gigantes de la literatura cuando ya no queden páginas por firmar? Y me acuerdo también de esos seres que dejan una marca que recuerde la página donde abandonó la lectura. Desde la rudimentaria doblez en la esquina superior de la hoja hasta el elegante marcapáginas de cartón, pasando por la propia faja de la portada o por la arcaica cuerda de tela roja. Incluso me acuerdo también de ese lector que no señala la última página leída y que prefiere coquetear con el spoiler cuando tenga que volver a enfrentarse a ella. ¿Quién marcará nuestro último párrafo cuando ya libros no queden? Y qué ocurrirá con esos que ven reflejada su niñez o al amor de su vida en una determinada edición, o que identifican determinados títulos con tal o cual ilustración. ¿Qué será de su memoria?
En fin, que podrá no haber libros, pero siempre habrá bibliófilos.