El encaje de la belleza
Yeats comentaba que las correcciones que se podían añadir a la prosa eran infinitas, pues las reglas de ésta no eran fijas. Por el contrario, decía el poeta, cuando al sentarse a escribir, se daba con la forma y el contenido de un poema, era como el “clic de una caja al cerrarse”. A ese clic se refería David Foster Wallace para describir la sensación que le generaba la lectura de determinados autores: era como si, al leerlos por primera vez, algo hubiera hecho encajado. La atracción estética es para mí un misterio insondable. Hace mucho tiempo que me resulta asombroso observar la versatilidad de la belleza, las formas inverosímiles en que ésta nos penetra y pulsa las teclas de nuestro espíritu.
Yeats comentaba que las correcciones que se podían añadir a la prosa eran infinitas, pues las reglas de ésta no eran fijas. Por el contrario, decía el poeta, cuando al sentarse a escribir, se daba con la forma y el contenido de un poema, era como el “clic de una caja al cerrarse”. A ese clic se refería David Foster Wallace para describir la sensación que le generaba la lectura de determinados autores: era como si, al leerlos por primera vez, algo hubiera encajado.
La atracción estética es para mí un misterio insondable. Hace mucho tiempo que me resulta asombroso observar la versatilidad de la belleza, las formas inverosímiles en que ésta nos penetra y pulsa las teclas de nuestro espíritu. Con algunos autores hacemos clic y con otros no. Con algunas expresiones artísticas encajamos y con otras no. Siempre me he preguntado por qué determinadas personas vibran hasta la conmoción con la música de Benny Goodman o las formas de Henry Moore y otras las consideran anodinas, banales o, simplemente, de carácter menor en comparación con otras. Y así sucede con cualquier expresión artística: desde las melodías de Schubert o Pärt a los versos de Pound o Manrique.
Algunas expresiones estéticas consiguen removernos el alma hasta hacernos acariciar la belleza y, sin embargo, para nuestra sorpresa, esas mismas expresiones dejan frío el alma de otros. Nunca he percibido tanto esa sensación como en el caso de una persona a la que le debo mucho de mi sentido estético y de mi sensibilidad hacia lo bello en todas sus expresiones: las artísticas y las naturales, las humanas y las divinas. De su mano –aunque en la lejanía física, porque nunca lo conocí personalmente– aprendí a escuchar a Schubert y a recitar a Péguy, a observar a Masaccio y a leer a Dostoievski. Pero, ¿dónde estaba Bach en su vida? Me consta, y creo no equivocarme, que en un rincón de su vastísimo espíritu. ¿Cómo era posible que Bach no le hablara como me hablaba a mí, que no fuera también para él amigo y compañero de camino? Inversamente, me descubro en ocasiones desconcertado ante el entusiasmo de algunos amigos por obras que en mí no suscitan apenas emoción.
Mis conversaciones sobre ese fenómeno han sido ya unas cuantas a lo largo de los años: no ignoro a estas alturas las más importantes teorías de lo bello y algunas de sus explicaciones físicas, históricas o psicológicas. Sé, porque lo experimento continuamente, que la mirada se entrena y que la disposición a la belleza, que es innata, necesita de una mano generosa que la guíe: ante un poema, una sinfonía, o el más sencillo de los paisajes o de los gestos. Sin embargo, la aparentemente caprichosa voluntad de lo estético me sigue pareciendo un misterio sobrecogedor y delicioso, una expresión no de un arbitrio sin norte, sino de la gentileza y el salero de la Belleza, que sabe hablarnos a cada uno en el lenguaje para nosotros más cercano. Hasta hacer clic.