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La sandalia de Fernández y Vox

Cataluña fue una de las primeras comunidades de España en conocer lo que era el populismo. Una de las tentativas fallidas en pleno auge del procés provino de Pataforma per Catalunya, formación abiertamente xenófoba que no logró representación en el Parlament en las elecciones autonómicas de 2010.

Opinión
  • Laura Fàbregas (Barcelona, 1987) se licenció en Ciencias Políticas por la Universidad Autónoma de Barcelona. Sus primeros pasos en el periodismo los dio en Catalunya Ràdio, cubriendo la información política desde Madrid. También trabajó en la corresponsalía de Roma de la emisora radiofónica Cadena Ser, y posteriormente estuvo cinco años trabajando para la delegación catalana de El Español hasta incorporarse en la sección de Nacional, donde abarcó la actualidad del Gobierno. Su última etapa antes de desembarcar en The Objective fue en Vozpópuli como redactora de política.

Cataluña fue una de las primeras comunidades de España en conocer lo que era el populismo. Una de las tentativas fallidas en pleno auge del procés provino de Pataforma per Catalunya, formación abiertamente xenófoba que no logró representación en el Parlament en las elecciones autonómicas de 2010. Pero, como explicaba este martes en un artículo el exdirector de El País Antonio Caño, en cada país la demagogia adquiere expresiones diferentes; en algunas latitudes es la extrema derecha quien capitaliza el descontento por los efectos de mundo globalizado y en transformación constante y, en otros, la extrema izquierda. A efectos prácticos, acaban siendo muy parecidos. Los ejemplos del joven –¡socialista!– Mussolini o del nacionalsocialismo alemán son paradigmáticos de este romance histórico entre nación y clase. En el caso catalán, el populismo ha acostumbrado a manifestarse por la izquierda. Para luego girar a la derecha. Desde Lerroux a la CUP, cuando aprueba unos presupuestos que ellos mismos definieron de «antisociales». Ahora, afortunadamente, la historia se repite en forma de farsa.

El ascenso de Vox ha hecho emerger las contradicciones de la extrema izquierda. Hubo un tiempo en que muchos catalanes aplaudieron la incorrección política de la CUP. Y a esta simpatía se sumaron algunos columnistas y periodistas, que alababan el «parlar clar» de estos –no tan jóvenes– antisistema. La semilla cupaire del espectáculo político la vemos ahora en su máxima expresión en figuras como Gabriel Rufián. También en Donald Trump o los dirigentes de Vox, pero el kilómetro sentimental hace que solo nos gusten los de casa.

Hubo un tiempo, no obstante, concretamente el 11 de noviembre de 2013, en que la gestualidad hiperbólica y el escarnio en sede parlamentaria eran celebrados. Fue cuando el flamante diputado de la CUP David Fernández mostró su zapatilla al exdirigente popular Rodrigo Rato. Las masas querían espectáculo, querían carnaza, y Fernández se la dio. Quizás sirvió para exaltar a las hordas indignadas, pero fue totalmente estéril. El tiempo y la justicia que imparten los tribunales han condenado a Rato a cuatro años de cárcel. Porque a los corruptos se les combate siempre con la fuerza de la palabra. No con zapatos cupaires ni impresoras rufianescas.