Las noches libérrimas de John O'Hara
Son tantas las cosas que se cuentan de John O’Hara (1905, Pensilvania; 1970, Nueva Jersey), es tan poderosa su personalidad, que es fácil caer en la tentación de hablar más de su vida que de su obra. O’Hara es uno de esos escritores atormentados y siempre acompañados por su leyenda. Bebía, claro. Preferiblemente whisky. Solo cuando lograba dominar sus resacas se sentaba a escribir, si es que antes no se había metido en alguna pelea.
Son tantas las cosas que se cuentan de John O’Hara (1905, Pensilvania; 1970, Nueva Jersey), es tan poderosa su personalidad, que es fácil caer en la tentación de hablar más de su vida que de su obra. O’Hara es uno de esos escritores atormentados y siempre acompañados por su leyenda. Bebía, claro. Preferiblemente whisky. Solo cuando lograba dominar sus resacas se sentaba a escribir, si es que antes no se había metido en alguna pelea.
Era un tipo odioso. Arrastraba problemas económicos —su insistencia para que le pagaran sus colaboraciones era épica— y no logró que lo aceptaran en los círculos más elitistas. Con una buena dosis de ego y otra de resentimiento, creía que no se le prestaba la atención que su talento merecía.
De ninguna manera reconocería que, en la comparación con sus contemporáneos Fitzgerald, Hemingway o Faulkner, él salía perdiendo. O’Hara no es el autor que más cuentos ha publicado en The New Yorker por casualidad: de los más de 400 relatos que salieron de su máquina de escribir, la revista neoyorquina le aceptó 247. La editorial Contra, empeñada en recuperar su obra, recogió en La chica de California y otros relatos (2016) veinticinco de las mejores historias cortas de este maestro indiscutible en el género. A este volumen le siguió Natica Jackson (2017), que incluye dos relatos largos publicados en los años 60.
Ahora es el turno de sus novelas. En total publicó quince, las dos primeras cuando apenas había cumplido 30 años. Con Cita en Samarra (1934), un agudo retrato de la América presuntuosa de los años 20, presentó su candidatura a gran escritor. BUtterfield 8 (1935), traducido ahora como Gloria Wandrous, confirmó la autenticidad de ese talento precoz.
Gloria Wandrous es el nombre de la protagonista: una joven de 18 años que, en la primera escena, despierta en el apartamento neoyorquino de un hombre casado, con quien vivirá un romance. Ella es una joven despreocupada para quien «no había nada en la vida como el alcohol», que no tenía problema en acostarse con quien deseaba y que «había visto más de la “vida” de lo que otras llegarían a ver nunca».
O’Hara no retrata a una mujer fatal, sino a una mujer consciente de su condición que encarna la liberación sexual de los años 20. Pero el de Gloria no dejaba de ser un estilo de vida sórdido para el común de los mortales, y la publicación de esta novela provocó un buen escándalo por el tratamiento sin tapujos del sexo y las noches de fiesta en la época de la ley seca.
En torno a Gloria Wandrous, el escritor hace desfilar a la clase de hombres que detestaba: padres de familia infieles a sus esposas que pese a la depresión económica seguían presumiendo de inversiones, casas, ropa e inversiones en el club. Gloria Wandrous tiene lo mejor del estilo O’Hara: un ritmo adictivo, un oído exquisito para los diálogos y el deseo de contar la verdad de su época.
A la novela le falla el final, demasiado abrupto. Al autor no le gustaba reescribir y se nota en estos detalles, los que le impidieron competir en la liga de los Fitzgerald y compañía. Por miedo a la ruina y por su azaroso estilo de vida, fio su carrera literaria a su enorme productividad. Hay una parte buena de esto: hay aún mucho O’Hara por descubrir.