El miedo de los buenos
Había ayer debate sobre la chica presuntamente violada por un grupo de chicos en un polígono de Sabadell. ¿Qué debatir?, se preguntarán.
Había ayer debate sobre la chica presuntamente violada por un grupo de chicos en un polígono de Sabadell. ¿Qué debatir?, se preguntarán. Pero es precisamente porque no hay debate y violar está mal y eso lo sabemos todos que el debate se vuelve tenso, intenso y hasta violento. Porque ni puede servir para constatar las discrepancias de fondo, que no las hay, ni para llegar a ningún acuerdo, porque ya se está en él. Son debates vacíos hasta que alguien busca algo que decir, quizás por no perder el rato, y arde Troya. Son debates en los que yo creía que al menos algunos, y especialmente algunas, se sentían cómodos. Pero cada vez es más evidente que en estos debates el miedo es transversal, nadie se atreve a pensar en voz alta y todo el mundo se bate a la defensiva.
En estos debates, el miedo más interesante es el de los buenos. El de los ejemplares. El de quienes están allí para repetir que tolerancia 0, que estas declaraciones no se pueden permitir y que por aquí sí que no pasan. Son los primeros que saltan y se indignan. Y yo creo que es por un miedo inconsciente, muy profundo. Tiene que ser en parte el miedo a que alguien les pregunte algo. Por dónde no pasan o hasta dónde podrían llegar. El miedo a verse obligados a responder de su bondad, a estar a la altura intelectual de su indignación moral. A que cuando dicen convencidos, dignos y seguros, que hay que hacer lo que sea, y repiten lentos y pedagógicos lo-que-sea, para acabar con esta plaga, un incauto les pregunte que qué tal la castración obligatoria de los varones recién nacidos. Es el tipo de pregunta con la que Amos Oz desmontaba al taxista fanático que pretendía acabar con el problema acabando con los palestinos. ¿Con todos ellos? ¿Con los niños y las mujeres también? ¿Y los recién nacidos?. Pero, como decía el taxista, eso es muy cruel y por eso poco probable.
El miedo más cercano e inmediato, es otro. No es el de equivocarse o balbucear, porque una causa noble bien excusa un balbuceo y hasta algunos centenares de errores. Por eso no hay discusión sobre políticas ni la tiene que haber. Porque toda discusión real no haría más que incrementar el miedo auténtico, que es el de no poder. El de la más absoluta impotencia, que es el gran miedo del hombre contemporáneo. Es el miedo de quienes ven que nada de lo que digan y nada de lo que hagan o no hagan puede librarlos de cualquier mal, ni a ellos ni a ellas. Es el miedo de quienes están descubriendo, a estas edades y en un mismo y desdichado momento, que el mal existe y que no van a poder acabar con él. Y todo lo que piden, y lo piden ya a la desesperada, es que al menos no se lo recuerden.