Ética para después de una guerra
«Reconciliación nacional» era el eslogan que enarbolaba el PCE cuando, en un informe interno, hizo constar lo que sigue: aunque la República representara los intereses del pueblo, no podía negarse que los campesinos castellanos, navarros o andaluces que se habían sumado al bando de Franco también eran pueblo. Una verdad de Pero Grullo que escondía una advertencia ineludible. Corría el año 1956 y era bien sabido (¡a la fuerza ahorcan!) lo que sucede cuando se levanta un proyecto común excluyendo a la mitad de la población.
«Reconciliación nacional» era el eslogan que enarbolaba el PCE cuando, en un informe interno, hizo constar lo que sigue: aunque la República representara los intereses del pueblo, no podía negarse que los campesinos castellanos, navarros o andaluces que se habían sumado al bando de Franco también eran pueblo. Una verdad de Pero Grullo que escondía una advertencia ineludible. Corría el año 1956 y era bien sabido (¡A la fuerza ahorcan!) lo que sucede cuando se levanta un proyecto común excluyendo a la mitad de la población.
Fue una política de reparación y normalización la que llevó al politólogo Francisco de Borja Lasheras (San Sebastián, 1981) a la región serbobosnia de Foča en 2010 como oficial de la OSCE. Comenzaba en ese momento la apertura de fosas comunes, solo quince años después de que los Acuerdos de Dayton pusieran término a la guerra de Bosnia. Las comparaciones con España, aún valedora de un ominoso galardón solo superado por la Camboya de los Jemeres Rojos, resultan naturalmente odiosas. Pero las cosas en el país balcánico no iban a ser tan fáciles, tal y como cuenta en Bosnia en el limbo (UOC).
Michael Ignatieff sostiene que lo primero que se aprende en Bosnia es que nada, ni siquiera el odio o la amargura, es para siempre. Como quien arroja un guante al entrevistado, echamos al vuelo una pregunta del escritor canadiense (Las virtudes cotidianas, Taurus): «¿por qué se sorprenden los extranjeros, por qué muestran su decepción ante el hecho de que la reconciliación haya sido fría e inexistente, los resentimientos étnicos ardan todavía y la política en Bosnia siga en un marco de odio apenas reprimido?». Lasheras esboza una sonrisa irónica. «La gente suele decir bilo, pa proslo (el pasado, pasado es) y se encoge de hombros. Pero no podemos decir lo mismo de determinadas élites políticas y religiosas». Tales son, en su opinión, los pescadores de río revuelto que atizan la discordia en ciudades como Mostar, donde «muchos jóvenes son educados en microcosmos nacionalistas odiando el otro». Respecto al aprendizaje que ofrece la experiencia bosnia, el autor se muestra escéptico, cuanto menos. «Durante esos años asistiendo a exhumaciones en el Valle del Drina, lo más terrible es que, en el fondo, no hay mucho que aprender de lo que sacaban del barro, salvo una cosa: lo poco que puede llegar a valer la vida humana cuando se eliminan los principios morales y los frenos institucionales».
Puede que, como afirmaba David Rieff en Elogio del olvido (Debate), la omnipresencia de la memoria histórica resulte asfixiante en ocasiones. Pero, tal y como advierte Lasheras, la amnesia no es una buena alternativa: «el mero silencio no puede funcionar en un contexto de cacofonía discursiva y nacionalismo imperante, porque entonces el vacío lo llena el discurso tóxico». Acaso la memoria sea como la lanza de Aquiles, que hiere y, a la vez, sana.
Verdades incómodas de un ensayo, en puridad, excepcional, tanto por su calidad como por su cualidad de excepción a una regla no escrita: a saber, que prácticamente todo libro que se publica sobre Bosnia ha de ubicarse en el lapso que va de 1992 a 1995, esto es, desde el sitio de Sarajevo hasta la intervención de la OTAN. Quizá sea este el único que se pregunta a las claras qué sucedió después, metiéndose de hoz y coz en el vacío intelectual -el limbo del título- que se produce cuando el Efecto CNN desaparece. Su autor busca testimonios en la Bosnia profunda y, para ello, se extravía por angostas carreteras que discurren serpenteantes sobre desfiladeros de película, se demora por pueblos recónditos en medio del altiplano kárstico, vislumbra colinas perdidas en cuyas cimas relumbran pequeñas iglesias ortodoxas y mezquitas atravesadas por agujeros de mortero. «Tenía la sensación de ser testigo de un mundo camino de su desaparición», afirma.
El paisaje, un horizonte imposible de taludes pelados, torvas cimas y riscos lejanos de cuyo retrato ya se ocupó Ivo Andrić hace ocho décadas en su mejor novela, no desmerece al paisanaje: un conjunto de supervivientes para los que la memoria es una fuente inagotable de pesadillas. Unos aún sueñan con la expresión lunática de los paramilitares chetniks de luenga barba y mirada lunática que recorrían las calles de Foča a punta de kalashnikov; otros siguen sin bañarse en las aguas del Drina porque, a sus ojos, siguen teñidas de sangre. Inmersos en la feliz ignorancia, los niños son, cómo no, los únicos capaces de vivir dichosamente ajenos al pasado.