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Los del crucifijo eran ellos

En el programa de sátira política de TV3, Polònia, se representa regularmente a los jueces del Tribunal Supremo como figuras casposas y con el crucifijo siempre a mano en esta suerte de nacionalcatolicismo 2.0 que es, para ellos, la democracia española.

Opinión
  • Laura Fàbregas (Barcelona, 1987) se licenció en Ciencias Políticas por la Universidad Autónoma de Barcelona. Sus primeros pasos en el periodismo los dio en Catalunya Ràdio, cubriendo la información política desde Madrid. También trabajó en la corresponsalía de Roma de la emisora radiofónica Cadena Ser, y posteriormente estuvo cinco años trabajando para la delegación catalana de El Español hasta incorporarse en la sección de Nacional, donde abarcó la actualidad del Gobierno. Su última etapa antes de desembarcar en The Objective fue en Vozpópuli como redactora de política.

En el programa de sátira política de TV3, Polònia, se representa regularmente a los jueces del Tribunal Supremo como figuras casposas y con el crucifijo siempre a mano en esta suerte de nacionalcatolicismo 2.0 que es, para ellos, la democracia española.

La propaganda de agitprop ha sido altamente convincente. Parecía que los representantes de este carlismo contemporáneo fueran, en realidad, afrancesados ilustrados, mientras que las instituciones del Estado seguían ancladas en el franquismo sociológico. Pero nada más lejos de la realidad.

El primer afrancesado en demostrar que el progreso y la ilustración están del lado del Estado de Derecho ha sido Manuel Valls, candidato a la alcaldía de Barcelona. En un sentido casi étnico de la política, el nacionalismo siempre tuvo el anhelo de que el exprimer ministro francés podría cosechar simpatías con una causa que atenta contra los valores fundacionales de la Unión Europea.

El segundo revés ha llegado con el inicio del juicio al procés. La “buena persona”, devoto del Señor y de los cánticos del Virolai, es Oriol Junqueras. El temido tribunal, presidido por Manuel Marchena, ha resultado ser un grupo de laicos y modernos, garantes de la separación de poderes que ideó Montesquieu.

Y es que ya se sabe que el concepto de Nación es tan absoluto como el de Dios, y necesita que la gente crea fervientemente en ella. A costa de las leyes, de la pluralidad y de las sociedades construidas sobre el individuo.