A mis conciudadanos
Una de las cosas buenas de todos estos años ha sido el comprobar no sólo la legitimidad sino la altura moral de creernos un verdadero proyecto común.
Hace pocos días escribió en estas páginas mi amigo Juan Claudio de Ramón un texto emocionante. Habré coincidido con él no más de una decena de veces, la mayoría en encuentros con muchas más personas y sin demasiado espacio para una íntima conversación. Pero es un amigo y sus palabras explican bien por qué. Quizás el recuerdo de los años duros del desborde nacionalista nos lleve a relatarlo con una dosis de épica que solo podemos permitirnos los privilegiados de no haber vivido sino bajo el paraguas democrático de un Estado como el nuestro, pero lo cierto es que, antes de que el asunto catalán se convirtiera el asunto español y notásemos el aliento de la mayoría de nuestros conciudadanos del resto de España, los catalanes contrarios a aquella deriva separatista que ocupaba cada vez más esferas de nuestra vida tejimos unos lazos de complicidad difíciles de explicar pero del todo sinceros y desinteresados.
La gran mayoría de nosotros habíamos nacido en Cataluña y probablemente no conocíamos otra cosa que la diversidad de apegos nacionales con la que hemos convivido siempre. En nuestros grupos de amigos era habitual el cambiar de idioma en medio de la conversación sin ningún tipo de suspicacia. Algo natural que nunca pensamos que se estaría cerca de convertirse en motivo de disputa por afiliación política. Hasta que nos encontramos, por allá en 2013, concertando comidas, cenas y todo tipo de encuentros con los que serían nuestros nuevos amigos, a los que llegamos a través de todo tipo de fórmulas: “he leído un post de alguien que debería venir a la próxima”, “a ella la leo en Twitter, que se apunte”, “pues el otro día charlando con un profesor nos dimos cuenta de que estábamos de acuerdo, se lo comentaré”. Quizás sólo teníamos en común la necesidad de compartir un espacio que no hallábamos ni en la familia, ni el trabajo ni en nuestros círculos próximos, así que no nos quedó otro remedio que hacernos amigos. A Miriam Tey, a Pepe Albert de Paco, a Rose, a Ferran Toutain, a Nacho Martín, a tantos. Fue más o menos así y hasta hoy.
A ellos les tendré durante años un cariño del que mis familiares pueden sentir celos y espero, como Juan Claudio, que lo sepan. Hoy, tras el otoño catalán de 2017 y la evidencia de que la puesta en juego de nuestros derechos y libertades ha conmocionado a una parte no desdeñable del conjunto de los españoles, sentimos una suerte de respaldo que echamos en falta años atrás. Pero hubo muchos Juan Claudios y como él, yo también me pregunto si haber vivido en otro rincón de la geografía española hubiese optado por el silencio acomodaticio con un conflicto que no sentía propio o si me hubiera implicado con firmeza en la defensa de nuestra ciudadanía que hubiera sentido tan amenazada como mis hipotéticos conciudadanos catalanes. ¿Quién les mandaría a ellos meter las narices en un asunto que sólo iba a convertirles en nacionalistas españoles ante la mirada de una opinión pública siempre con reservas en lo tocante a Cataluña? ¿No hubiese sido más fácil mantenerse en la tesis generalizada -aunque dolorosa para los catalanes no nacionalstas- que Cataluña era cosa de los nacionalistas? Es poco provechoso abundar en escenarios que jamás se darán, pero todos esos españoles que se volcaron sin titubeos ni equidistancias en aquella causa merecen no sólo mi gratitud sino un espacio en mi particular selección de héroes cívicos.
Sobre todo porque hoy nos siguen haciendo falta. Una de las cosas buenas de todos estos años ha sido el comprobar no sólo la legitimidad sino la altura moral de creernos un verdadero proyecto común. De que todo español puede protestar y debe alzar la voz cuando los derechos de un conciudadano son amenazados en cualquier lugar del país, no sólo cuando sucede en casa. Esa lección que me enseñaron Jorge, Pedro, Verónica, Aurora y tantos otros y que vi culminar aquel 8 de octubre comprobando cómo aparcaban sus vidas para manifestarse a mi lado es algo difícil de soslayar y me gustaría que el resto de mis conciudadanos cayeran en la tentación de minimizar la fractura de la convivencia en Cataluña que el nacionalismo ha provocado desde hace años por el simple hecho de que no se declare la independencia cada quince minutos. Probablemente para ellos sería más fácil encontrar otro asunto con el que distraerse. Pero siguen ahí y me gustaría que supieran que está valiendo la pena.