La democracia, en definitiva
Nos jugamos sobre todo esto: la verdad o la mentira, el coraje o el miedo
A finales de los años 70, en su ensayo El poder de los sin poder, Václav Havel describió el totalitarismo comunista como una perversa geografía: un paisaje moral devastado que poco a poco se enseñorea de la sociedad hasta confundir la verdad con la mentira, la realidad con los espejismos. No es preciso que todos y cada uno de los ciudadanos crean en esa mentira, pero sí que se sometan a ella, que no se opongan ni se atrevan a denunciarla. Como nos recuerda Allan Bloom en su libro sobre Shakespeare y el poder, lo crucial es que esa atmósfera compartida –el “panorama cotidiano del pueblo”, por utilizar la terminología de Havel– termine por modelar la conciencia de cada individuo. Se diría –como reza un conocido adagio clásico– que la fe que profesamos en los rituales públicos acaba configurando nuestra fe privada, de forma directa o indirecta, por aceptación o por rechazo.
Los miles y miles de lazos amarillos, de pancartas, de trabajos escolares, de artículos y proclamas en los medios de comunicación, de escraches y protestas sociales, de conferencias y performances varias que se viven a diario en Cataluña conforman un panorama como el que dibujaba Havel en su libro para explicar el funcionamiento de los regímenes antidemocráticos. Ese paisaje moral, leemos en El poder de los sin poder, «recuerda al individuo dónde vive y qué es lo que se espera de él, le indica lo que también él tiene que hacer si no quiere ser eliminado, caer en el aislamiento, separarse de la sociedad, violar las reglas del juego y arriesgar, en consecuencia, perder su tranquilidad y su seguridad».
Havel escribió su libro como un acto de abierta disidencia. Sabía que a la mentira se la combate con un coraje muy concreto: el de la verdad. En uno de los pasajes más conocidos del Julio César de Shakespeare leemos que el cobarde muere muchas veces y que, en cambio, el valiente sólo conoce la muerte una vez. El poder de los sin poder es el propio del hombre que, al mirarse al espejo, aspira a reconocerse sin las sombras de una identidad falsa. El poder de los sin poder es el que no llama enemigo a nadie, el que no odia a nadie, pero tampoco se resigna a vivir sometido al temor como si fuera un ciudadano de segunda clase. La verdad –esa verdad plural, al menos, que le niega a cualquier ideología su pretensión absolutista– tiene una obvia dimensión política que amenaza las fronteras naturales del miedo.
En Venezuela, por ejemplo, lo comprobamos a diario con el testimonio de miles de ciudadanos que se resisten a llamar democracia lo que no lo es y que reclaman sencillamente libertad y derechos. Sin ese valor que se enfrenta a los designios totalitarios, se ensombrece la esperanza y se acalla también la compleja realidad del hombre que nunca debe dibujarse de un solo trazo. Recuperar la dignidad de las palabras, atreverse a pronunciarlas en público, no callar, denunciar la hipocresía y el cinismo en ese mar de los sargazos que se ha instalado como una peste social entre nosotros (las sociedades rotas, enfrentadas, los círculos de la mentira propagados por el populismo, el rencor y el resentimiento)…, todo ello forma parte del recetario que aprendimos en el este de Europa. «Hasta que la ‘apariencia’ no se confronta con la realidad –escribió Havel–, no parece una apariencia, hasta que la “vida en la mentira” no se confronta con la “vida en la verdad” falta el punto de referencia que revele su falsedad».
Recordé estas palabras cuando vi las imágenes de la turba asediando la libertad de palabra en el campus de la UAB y pensé en el testimonio que había dado Cayetana Álvarez de Toledo, con tantos otros —antes y después, estudiantes y profesores, ciudadanos anónimos y figuras públicas—, al decidir entrar por la puerta principal y no por la de atrás. Pensé que en estas elecciones nos jugamos también esto. Más aún, nos jugamos sobre todo esto: la verdad o la mentira, el coraje o el miedo. La democracia, en definitiva