THE OBJECTIVE
Juan Manuel Bellver

Alabada sea Notre Dame

“¿Por quién doblan las campanas?”, se preguntaban los parisinos el lunes 15 a media tarde.  Doblaban por Notre-Dame de París, símbolo del catolicismo francés, el monumento histórico más frecuentado de Europa (14 millones de visitantes al año, 30.000 al día), que empezó a arder alrededor de las 18.50 horas tiñendo de rojo y negro el cielo de la Île de la Cité.

Opinión
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Alabada sea Notre Dame

“¿Por quién doblan las campanas?”, se preguntaban los parisinos el lunes 15 a media tarde.  Doblaban por Notre Dame de París, símbolo del catolicismo francés, el monumento histórico más frecuentado de Europa (14 millones de visitantes al año, 30.000 al día), que empezó a arder alrededor de las 18.50 horas tiñendo de rojo y negro el cielo de la Île de la Cité.

Ahora sabemos que la catedral se salvará en su estructura y en sus partes más representativas: las dos torres de 69 metros, el formidable rosetón de la fachada, la túnica de San Luis o la primera reliquia de la Cristiandad, formada por la corona de espinas de Cristo, un trozo de la cruz y un clavo de la pasión que el devoto rey trajo de Tierra Santa a su regreso de la séptima cruzada.

Estas tres últimas piezas, conservadas en la Capilla de la Orden del Santo Sepulcro, debían de ser veneradas -como es costumbre- el próximo Viernes Santo. Pero, en plena Semana Santa, una chispa aparentemente involuntaria, procedente quizá de los trabajos de reforma que se estaban acometiendo en el templo, sembró la angustia y la incertidumbre entre los habitantes de la Ciudad de la Luz, los creyentes de todo el orbe y los enamorados de París y sus iconos.

Así que el arzobispo de la capital gala, Monseñor Michel Aupetit, sugirió a los párrocos de su archidiócesis que “hicieran sonar las campanas para invitar a los fieles a rezar” y que abrieran los templos esa tarde-noche para acoger a cuantos deseasen ir a consolarse. El Sacre Coeur fue uno de los primeros en sacarle brillo al campanario. No tocaban a rebato, sino a ritmo normal, como si convocasen a misa.    

Mientras numerosos fieles del Grand París acudían a la llamada parroquiana y cientos de curiosos con el corazón encogido se apelotonaban en el Parvis de Notre Dame -rebautizado hace algún tiempo como Plaza de Juan Pablo II-, kilómetro cero de todas las carreteras del Hexágono, casi 500 bomberos y una docena de aviones cisterna luchaban contra un fuego que, sólo a medianoche, parecía más o menos contenido.

Durante esas horas inciertas, las llamas se propagaron rápidamente a toda la estructura superior del edificio, dejando dos tercios del techo completamente destruidos y provocando el derrumbe de la famosa aguja central y una torre añadida en el siglo XIX al templo medieval; la cual se hallaba rodeada en los últimos meses de un andamio para facilitar las obras de reparación. El humo amarillento se veía a kilómetros de distancia, en tanto que los residentes de una parte de la isla eran evacuados para prevenir males mayores.

Afortunadamente, no había heridos. Afortunadamente, también, hacía algunos días que se llevaron 16 estatuas de la fachada para ser restauradas. Pero los expertos en siniestros temían por la torre norte (a la izquierda según se mira la fachada), gravemente amenazada por el fuego. “Eviten acudir al sector y dejen paso a los vehículos de rescate”, solicitaba vía tweet la Prefectura de Policía.

Entre tanto, la Fiscalía de París anunciaba la apertura de una investigación penal por “destrucción involuntaria por incendio”.  Por su parte, Emmanuel Macron, el Presidente de la República que esa noche tenía previsto dirigirse a la nación para evaluar la crisis de los «chalecos amarillos», cambió inmediatamente de planes para acudir dos veces al lugar del incendio.

“Comparto la emoción de todos los católicos y todos los franceses», dijo en su primera intervención. “Vamos a reconstruir Notre Dame todos juntos a partir de mañana”, anunció en su segunda visita, unas horas después, cuando ya se habían confirmado que la catástrofe no pasaría a mayores.

“Esta catedral forma parte de nuestra historia, nuestra literatura, nuestro imaginario, es el sitio donde hemos vivido muchos momentos históricos. Ahora debemos tener esperanza y sentir orgullo por aquellos que han luchado para que se salve”, sentenció un afectado Macron, bien entrada la noche, flanqueado por el primer ministro Édouard Philippe y la alcaldesa de la ciudad, Anne Hidalgo.

Luego, el Presidente anunció la puesta en marcha de una colecta nacional a través de la Fondation du Patrimoine (www.fondation-patrimoine.org) para que cualquiera que desee contribuir a la recuperación de este monumento, declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1991, pueda participar. Antes que el propio Estado, diversas iniciativas privadas se habían movilizado durante la tarde a través de plataformas como Leetchi, Le Pot Commun o L’Observateur du Patrimoine Religieux, llegando a recaudar miles de euros cuando las llamas aún seguían avanzando.

Curiosamente, la Iglesia católica gala había lanzado el año pasado un llamamiento urgente para financiar con aportaciones públicas y privadas una restauración parcial del templo siniestrado, tras constatar la aparición de grietas en algunas paredes. Para Michel Picaud, portavoz de la organización filantrópica Amigos de Notre Dame, “la contaminación, la lluvia ácida y el paso de los años” eran entonces “los principales responsables de este deterioro”. En aquel momento, según la BBC, se estimó que los gastos de dicha rehabilitación podrían elevarse a 150 millones de euros.

Construida entre 1163 y 1345 en la Île de la Cité parisina, Notre Dame es una de las catedrales góticas más antiguas y la tercera más grande del mundo, tras las de Colonia y Milán. En sus ocho siglos de historia, ha sido reformada en varias ocasiones, siendo la más importante la realizada a mediados del siglo XIX, cuando un Víctor Hugo recién separado de su esposa Adèle y en horas bajas como escritor, fuertemente obsesionado con la preservación del patrimonio monumental gótico francés, se salió con la suya logrando movilizar a sus lectores y a no pocas instancias para alentar la restauración de Notre Dame que dirigió en aquel tiempo Eugène Viollet-le-Duc.

Todo, gracias al éxito inesperado de una obra de encargo en once entregas que le comandó el editor Gosselin, donde se narraba la triste y sórdida historia de una bella gitana (Esmeralda), un jorobado sordo (Quasimodo) y un atormentado archidiácono (Frollo) en el París depauperado del siglo XV. Una novela henchida de amores imposibles y personajes marginados que resultó más eficaz para salvar la catedral que todos los panfletos anteriores que el autor de “Los miserables” había difundido en defensa de este y otros monumentos amenazados de ruina. La historia coral del pueblo parisino personificado en su catedral, tuvo la culpa.

“Notre Dame ha sobrevivido a la revolución, a la comuna de París y a dos guerras mundiales. Ahora sobrevivirá también a esta tragedia”, afirmaba al caer la noche Monseñor Aupetit. Efectivamente, este must del arte gótico, emblema del cristianismo y de la cultura occidental, ha pasado a través de los siglos esquivando las más cruentas contiendas y engañando al reloj. Ha sido testigo de la coronación de Napoleón Bonaparte, de la beatificación de Juana de Arco, del entierro de François Mitterrand y las subsiguientes lágrimas de Helmut Kohl, con quien el último gran presidente galo había escenificado la reconciliación franco-germana.

El peor momento en su historia -hasta ayer- fue durante los años del Terror (1793-1794), cuando a instancias de Robespierre y Louis de Saint-Just la Convención prohibió el rito católico e instauró el culto a La Libertad y la Razón, dejando el templo sin cléricos custodios ni uso espiritual, lo que permitió el desvalijamiento de la mayoría de sus imágenes y tesoros, así como la rotura de vidrieras y solados, antes de que la autoridad revolucionaria lo convirtiera en almacén de vino, según explica Jean Leflon en un detallado artículo publicado en 1964 en la Revista de Historia de la Iglesia Francesa.

Hubo que esperar al domingo de Pascua de 1801, cuando el primer cónsul Bonaparte y el Papa Pío VII firmaron el Concordato que garantizaba la tolerancia religiosa, reconocía el catolicismo como religión “de la mayoría de los franceses” -que no del Estado- y abolía el calendario revolucionario, para que las campanas de Notre Dame rompieran una década de silencio impuesto. Esas campanas, que Léo Ferré describió burlonamente en su canción “Les cloches de Notre Dame” (1953), afirmando que eran “más viejas que el mundo”, volverán a sonar sin duda algún día.

París, capital abierta al mundo y símbolo de tantas cosas, desde el Enciclopedismo hasta el amor que todavía hoy escenifican las parejas poniendo candados en sus puentes, ha superado históricamente los peores males. En el último lustro, además, ha sufrido masacres como las de Charlie Hebdo o Le Bataclan, que han sembrado de cadáveres y desasosiego esta ciudad mágica.

Es la metrópoli occidental más amenaza por el terrorismo y la propia catedral fue objeto de un atentado fallido, en septiembre de 2016, cuando dos fanáticas de la Yihad aparcaron a su vera un coche cargado con 6 bombonas de gas y 3 de gasóleo, que afortunadamente no lograron hacer estallar. Acaso San Luis o las mismísimas gárgolas obraron el milagro.

Notre Dame, protegida por el destino como en novelón decimonónico, también se ha salvado en esta ocasión, aunque sea parcialmente, del fuego devastador. Alabados sean sus restos.

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