Rescatemos a Concha Espina
«Concha Espina despuntó en tiempos de regeneracionistas, noventayochistas y miembros del 14, es decir, despuntó en escenarios copados por hombres».
De entre las muchas incoherencias que demuestra la generación que nos guía, no es la menos llamativa el escaso interés que en tiempos de impulso feminista despiertan algunas mujeres escritoras en habla hispana, precursoras en tantos sentidos. Es evidente, al menos si comparamos con las reivindicaciones que sí se llevan a cabo sobre figuras anglófonas o francófonas, que escritoras como Cecilia Böhl de Faber, Gertrudis Gómez de Avellaneda, Emilia Pardo Bazán, Clara Campoamor o María Zambrano pasan de puntillas por la memoria de instituciones, planes de estudio, cánones y demás corrientes pedagógicas. Una de estas mujeres, revolucionaria, pionera y brillante, es Concha Espina, de cuyo nacimiento se han cumplido recientemente 150 años.
Despuntó en tiempos de regeneracionistas, noventayochistas y miembros del 14, es decir, despuntó en escenarios copados por hombres. Y el contraste es abrumador. Por ejemplo, mientras Unamuno publicaba Vida de Don Quijote y Sancho, y Ortega hacía lo propio con Meditaciones del Quijote (ambos títulos analizadísimos y estudiadísimos por alumnos de toda condición), Concha sacaba a la luz Las mujeres del Quijote, libro olvidadísimo, pero que rescató las voces femeninas de un siglo que se había empeñado en acallarlas. Como digo, tenebroso contraste el que pone las luces sobre los ecos cervantinos de dos hombres y las sombras sobre el maravilloso estudio de Espina. Pero es que su obra es, aparte de prolífica, singular y digna del prestigio que no le dan. La esfinge maragata es, probablemente, una de las novelas costumbristas más extraordinarias de nuestras letras, a la altura de maestros decimonónicos, de Peredas, Clarines o Blascos Ibáñez, y motor para epígonos realistas como Delibes, Laforet, Cela o la primera Matute. Altar mayor le valió el Nacional de Literatura, El jayón o la propia Esfinge fueron premiadas por la cipotudísima Academia de principios de siglo, y su labor periodística fue premiada con el Miguel de Cervantes…
Y fuera de su quehacer literario, nos encontramos con una mujer no menos adelantada a lo que estaba por llegar. Separada de su marido, en parte, por los celos que éste sintió al ver despegar intelectualmente a su mujer, vivió libremente por encima de su férrea moral, dicho sea de paso. Fue la primera mujer española que montó en aeroplano, la primera mujer nombrada hija predilecta de Santander, estuvo a punto de ser la primera mujer con sillón en la RAE y por un solo voto no fue la primera mujer hispana en ganar un Nobel. Peleó para que María Guerrero recibiera la Gran Cruz de Alfonso XIII, defendió la entrada de las mujeres en el salón literario de la calle Goya, y estudió, además de a las ya reseñadas mujeres cervantinas, las figuras femeninas, entre otras, de Casilda de Toledo, Emilia Pardo Bazán, la Guiomar de Machado e incluso anunció a la nueva mujer española con la simbólica Aurora de España.
Por desgracia, una ceguera y su pervivencia en pleno franquismo (poco importó que apoyara anteriormente la República o que fundara la Asociación de Amigos de la Unión Soviética en 1933) terminaron por llevarse el rastro de una de las escritoras más extraordinarias de nuestras letras, otra de esas figuras que es necesario rescatar.