MyTO

El terrorista y el escribidor

Tiene su miga macabra que un semianalfabeto como Josu Ternera se paseara por las montañas alpinas imaginándose un escritor venezolano de nombre Bruno Martí

Opinión
  • Badalona, 1976. Licenciado en Periodismo y Filología Hispánica. Ha trabajado en radio, medios escritos y agencias de comunicación. Ejerció la crítica cinematográfica en la revista especializada Dirigido Por durante más de una década y ha participado en varios volúmenes colectivos sobre cine. Ha publicado en El Mundo, La Vanguardia, Letras Libres, Revista de Libros, Factual, entre otros medios. Es autor de los libros Amores cinéfagos (Jot Down Books, 2023) y Viajando con ciutadans (Editorial Tentadero 2007/Editorial Triacastela 2015).

Tiene su miga macabra que un semianalfabeto como Josu Ternera se paseara por las montañas alpinas imaginándose un escritor venezolano de nombre Bruno Martí. No sé si, con sus escasas luces, en su andar solitario por bosques o en su húmeda madriguera, llegó a plantearse la posibilidad de pergeñar una novela que diera coartada verosímil a su identidad fantaseada. No lo sabemos. Conocemos, eso sí, la destreza de Ternera en el terror pusilánime y su sociopatía inmisericorde. En 1980, sin ir más lejos, el terrorista ascendió por méritos sangrientos a la ejecutiva de la llamada ETA militar. La fecha es significativa pues marca el año de mayor frenesí asesino de la banda terrorista: 95 asesinatos y 200 atentados. 1980 supone el cénit del terrorismo etarra. En el documental 1980, que, como acostumbra a decirse y esta vez con razón, debería ser de obligado visionado, Iñaki Arteta indagó en la enloquecida espiral de violencia a partir del recuerdo de las víctimas, el testimonio de familiares y su sufrimiento largamente silenciado. Ya en Voces sin libertad, Trece entre mil y El infierno vasco, el realizador había dado voz a los que padecieron el azote de los terroristas. Si embargo, en esta ocasión, incide en la connivencia de todos aquellos que callaron, acataron, minimizaron, encubrieron e incluso colaboraron como soplones de ETA. Y es en la focalización del colaboracionismo donde 1980 alcanza su dureza más necesaria, puesto que recuerda con pertinencia que sin la contribución de la cobardía social (así como de la ingenuidad de cierta izquierda paleolítica) la violencia nacida en el País Vasco, pero extendida su peste por toda España, no hubiera podido durar tantos años.

Para ahondar en la tesis de una sociedad miedosa y manipulada hasta el extremo de la alienación (como siempre sucede cuando el nacionalismo impregna los fundamentos de la colectividad) Arteta contrapone imágenes de la época (con un sonriente y brioso Georgie Dann) a los fotogramas de una multitudinaria visita de Franco a Bilbao. Una España que con paso dubitativo abandonaba la grisura plomiza para instalarse en un cálido paisaje colorista con ciertas pinceladas naïf. Pero de aquel franquismo todavía pervivía la rémora terrorista y con ella todo el arsenal estratégico propio de los totalitarismos: la creación de una red de complicidades en el seno de la sociedad vasca, la instigación al miedo y a la sospecha (ese  “algo habrá hecho” susurrado después de cada asesinato), la manipulación de la historia, el odio al otro, al distinto, al enemigo, a quien, por otra parte, tal y como apuntó el filólogo Victor Klemperer a propósito del nazismo, se le deshumaniza a través del lenguaje.

Así pues, 1980 vindicó la memoria de las víctimas –el documental se cierra con la cita de Cicerón “la vida de los muertos está en la memoria de los vivos”–, su recuerdo mancillado durante años por la difamación más ruin, al tiempo que, en la lucha contra el olvido, subraya que aquel horror y sufrimiento prolongados no hubieran sido posibles sin el silencio y la complicidad de los cobardes. Ni sin Bruno Martí, ese escritor inédito cuya única obra fue la de cobijar en su imaginación a un matarife en retirada y ahora, por fin, en chirona.