Vivir sin raíces
El liberalismo sin raíces por una parte y los vertiginosos cambios tecnológicos por otra han dado a luz sociedades sin raíces en las que la pregunta por la propia identidad es una exigencia existencial
Desde hace algunos años el debate público ha recuperado el interés por la identidad, un concepto que parecía haber sido sepultado en el panteón de ideas ilustres. El enterrador era, por supuesto el cosmopolitismo liberal. Hoy, a pocos meses del trigésimo aniversario de la caída del muro de Berlín, la cuestión de la identidad emerge en cada titular, detrás de cada esquina electoral, en universidades y en bares a la par. La identidad nacional o la de género, la de clase o la religiosa. La política, de izquierda o de derecha, es hoy política “identitaria”.
El mantra social de los últimos 30 años, el que han mamado y transmitido las élites que hoy nos gobiernan y que vertebran el esqueleto social global, tenía una premisa clara: somos lo que elegimos ser. Lo que nos define no es lo que hemos recibido (las raíces, lo dado: la tradición o la familia en la que nacimos) sino lo que hemos elegido. Lo dado biológica o socialmente es una convención, un límite para la libertad. David Brooks lo expresó muy bien en un artículo de 2017 cuando habló del riesgo social que implicaba del desplome del sistema que combinaba las instituciones liberales (las de la elección) y las iliberales (las de lo dado). La victoria del “liberalismo puro” ha desembocado en una gravísima anemia social. Treinta años más tarde vemos que no es posible prescindir de las raíces sin debilitar el árbol. “La libertad sin vínculos –escribía Brooks– se convierte en alienación. Y eso es lo que vemos en la base de la pirámide social: comunidades crispadas, familias rotas, adicción a opiáceos”.
He tenido ocasión de releer en estos días, con motivo del aniversario de su publicación, la entrevista que Marshal McLuhan concedió a la revista Play Boy en 1969. McLuhan, coronado como uno de los grandes teóricos de la comunicación por sus ideas sobre el medio y el mensaje y sus referencias a la “aldea global”, nos ofrece, además, intuiciones a mi modo de ver valiosísimas sobre la cuestión de la identidad. A diferencia de los grandes cambios anteriores, decía McLuhan, “los medios eléctricos –tecnológicos–constituyen una transformación total y casi instantánea de nuestra cultura, valores y actitudes”. La tecnología nos transforma y transforma también nuestro ambiente, despertando de nuevo la pregunta acerca del sentido de nuestra sociedad y de nuestra propia vida. “Vivimos», decía McLuhan, «en una era de transición, de dolor profundo y búsqueda trágica de identidad”.
Los esfuerzos de estos últimos años por mostrar los efectos psíquicos y sociales de la nueva tecnología son numerosos –véase por ejemplo la obra de Sherry Turkle, psicóloga in-house del MIT– y parece existir un consenso amplio en que la hiperconexión y el acercamiento del mundo –con su deriva hacia la homologación– genera en muchas personas un extrañamiento doloroso y la sensación de ansiedad ante la pérdida de identidad.
El liberalismo sin raíces por una parte y los vertiginosos cambios tecnológicos por otra han dado a luz sociedades sin raíces en las que la pregunta por la propia identidad no es una cuestión teórica, sino una exigencia existencial. Habrá, desde luego, quien se aproveche de ello para dar una respuesta parcial y violenta, ofreciendo soluciones instintivas y políticamente interesadas. El desvarío de la respuesta, sin embargo, no debería hacernos extraviar la pregunta. ¿Y si no, después de todo, se pudiera vivir sin raíces?