Las ventajas de ser formal
Hará unos veinte años de esto. Vino a mi colegio un autor de novelas juveniles para dar una charla. Nunca había visto a un adulto sudar tanto.
Hará unos veinte años de esto. Vino a mi colegio un autor de novelas juveniles para dar una charla. Nunca había visto a un adulto sudar tanto.
Con catorce años, a poco inteligente que sea, uno intuye que la corrección tiene sus ventajas. Lo bueno de aparentar formalidad es que siempre puedes estar a otras cosas. Para colmo, nos habían juntado con los pequeños, por lo que el foco de vigilancia dejó de apuntarnos durante un rato. Mariángeles hojeaba una revista disimuladamente, Acacio dibujaba falos con un detallismo inusitado y Paqui Brihuega jugueteaba con la goma del tanga para embobada estupefacción de quienes, merced a su labor pionera, acabábamos de descubrir la existencia de tal prenda; hasta Botillo Torremocha, ejemplar hasta la náusea, contorsionaba sus fofas carnes en un desagradable escorzo, retorciéndose en la silla para cuchichearme cosas de El club de la lucha, que él había visto y yo, no. El único de nuestra clase que en realidad estaba atento era Aparicio Bodipo, un guineano llegado ese mismo curso: escrutaba con rabiosa concentración la faz del escritor de novelas juveniles, que era todo un poema. Las gotas de sudor que perlaban su frente laureaban su expresión de desprecio irónico, como una corona de espinas. Era evidente que no le gustaban los niños y que se sentía gallina en corral ajeno. Me pareció un carcamal aunque, echando cuentas, no tendría ni cuarenta años.
Supongo que hablar a un aprisco de borregos habría sido más gratificante. Su discurso flotaba indiferente sobre nuestras cabezas y luego se disipaba. Cierto es que lo que contaba era, a grandes rasgos, un soberano coñazo: que si en España no hay cultura, que si los royalties son exiguos, que si la directora de tal institución le había retirado el saludo, cosas así. Una jeremiada tras otra ante un público que no entendía, ni quería entender, de qué iba la copla. Abdel Nasser, con el rostro demudado, pidió discretamente ir al baño. Corrían lenguas de que sorteaba los rigores del Ramadán echando tragos de agua. Don Bibiano le dejó salir y el escritor de novelas juveniles le clavó los ojos en la espalda mientras franqueaba la puerta arrastrando los pies, como si envidiara su suerte.
Se abrió el turno de preguntas y, contra todo pronóstico, el salón de actos se llenó de dedos en ristre. Creí advertir que Don Bibiano y Doña Fina cruzaban miradas de ansiedad. ¿Estábamos muy interesados en el autor -quién podría estarlo- o es que íbamos a acribillarlo con una andanada de preguntas retrecheras? Llegó la primera cuestión, de una corrección rayana en lo notarial. Después vinieron dos más, sobre los temas predilectos del autor. Éste respondía secamente, como si no terminara de fiarse de unos entes con hechuras de neandertal y semblantes granujientos –en algunos habían arreciado las hormonas con especial virulencia- que hacían preguntas propias de un crítico de la Revista de Occidente. Así y todo, después de una hora larga de dura brega el escritor comenzaba a sentirse cómodo.
Ricardo F. Colmenero dice en su hilarante Literatura infiel que su hijo, con tan solo seis meses, ya apunta maneras de macarra, y que su cabeza de Wayne Rooney en miniatura acompaña un «cuerpo diseñado para reventar peleles». He estado mirando fotos de aquel curso del 99: espinillas, bozo y gestos de vesania, turbación y psicopatía. Razonable habría sido prever un futuro de confusión y delincuencia, a despecho de que andando el tiempo hayamos terminado siendo personas de bien. Así que en parte entiendo las reservas del escritor: no es raro parecer un sacamantecas con catorce años.
Sea como fuere, la cosa comenzaba a marchar, y eso era lo malo. A mi juicio, el gran error del escritor de novelas juveniles fue confiarse. Las plazas más propicias son las más peligrosas y esta contaba con ganado manso. Parecía haberse relajado un poco y los músculos de la barbilla ligeramente distendidos amenazaban con esbozar una ligera sonrisa. Interpeló a los más pequeños, conminándolos a participar. «A ver, tú, qué». Todos se negaban. Entonces reparó en Elena, un homúnculo con coletitas que pasaba por ser la niña más buena del colegio. «Vamos, qué te ha parecido el libro». Obediente, la niña cabeceó en señal de asentimiento, haciendo bailar al son las dos coletas, y se afianzó sobre el pupitre con sus patitas delanteras. El escritor se retrepó en el asiento a la espera de una frase que regalase sus oídos –y, de haber sucedido hoy, que colgar en redes. «Venga, di», soltó entre dientes, presuroso. «Pues verá», dijo Elena, y se aclaró la voz. «Yo no lo he leído, pero mi padre, que es el que ha hecho el trabajo, dice que es una puta mierda».
Aún recuerdo su cara mientras Don Bibiano ponía término apresuradamente a la charla. El narrador de El expulsado, de Beckett, se quejaba de que, hagan lo que hagan, los niños siempre se libran. «Yo, por mi parte, los lincharía a gusto, no digo que les pondría la mano encima, no soy brutal, no, pero animaría a los otros y les pagaría una ronda cuando todo hubiese terminado». Doy por hecho que en ese momento el escritor, que tampoco parecía un tipo brutal, habría pagado gustosamente a otro para que prendieran fuego al colegio con nosotros dentro. He visto que publica otra novela juvenil y que estará firmando en la Feria del Libro. Me acercaré a darle un abrazo, a desearle la mayor de las suertes (aunque solo sea por los cubos de sudor rezumados en aquel salón de actos, creo que la merece) y a comprobar si mantiene la cara de pasmo.