Soberana regresión
«Se ha normalizado que los parlamentarios se comporten como embajadores de sus respectivas regiones, ignorando el que debería ser su principal cometido: velar por interés general»
El tres de noviembre de 1774, Edmund Burke, recientemente elegido representante de la ciudad de Bristol en el Parlamento británico, se dirigió a sus electores: «El Parlamento no es un congreso de embajadores que defienden intereses distintos y hostiles (…) sino una asamblea deliberante de una nación, con un interés: el de la totalidad; donde deben guiar no los intereses y prejuicios locales, sino el bien general (…). Elegís un diputado; pero cuando le habéis escogido, no es diputado por Bristol, sino un miembro del Parlamento». Y ahora la pregunta: ¿qué queda en España de esta ética parlamentaria?
El pasado jueves, Laura Borràs, diputada de JxCat, afirmó sin rubor en Onda Cero que ella no representa la soberanía nacional, sino a sus votantes. Y no es una excepción. Esta actitud la han suscrito durante años muchos diputados, desde el más anodino nacionalista, al ínclito Pedro Quevedo. Los peores temores de Burke se confirman: se ha normalizado que los parlamentarios se comporten como embajadores de sus respectivas regiones, ignorando el que debería ser su principal cometido: velar por interés general. Nuestros diputados asumen con naturalidad que su labor no es debatir qué es lo mejor para el conjunto, sino qué conviene más a sus vecinos, así sea a costa de empobrecer a sus conciudadanos. No se preguntan qué pueden hacer, sino qué pueden sacar. Esta actitud revela una extendida conciencia de soberanía fragmentada. La noción —y por lo tanto el ejercicio— de la soberanía nacional está en clara regresión.
España es particular: cuanto más madura su democracia más se debilita su soberanía. Es un fenómeno contra intuitivo; lo natural sería que la maduración de una democracia supusiera la reafirmación de su sujeto soberano y no su cuestionamiento. Pero Spain is different: la asimilación por una parte de la izquierda del marco mental del nacionalismo, sumado a un diseño institucional que incentiva el egoísmo regional, erosionan esa soberanía y violentan un principio básico del parlamentarismo: la búsqueda del bien común. Los ejemplos más flagrantes se dan en la negociación de los presupuestos, donde los partidos bisagra, que acostumbran a ser los más egoístas, siempre priman los intereses locales, logrando que nunca se beneficie a quienes más lo necesitan, sino a quienes tienen mayor capacidad de extorsión. La soberanía nacional se desautoriza desde la institución misma que la encarna. Como decíamos, el diseño institucional no ayuda, pero la radicalización del nacionalismo y la aparición de Podemos, un partido que niega de facto la soberanía nacional, han acelerado esta regresión.
Sin embargo, la responsabilidad no se agota en los políticos. La soberanía es una realidad constitucional, pero también un estado de la conciencia, y los ciudadanos asumen cada vez más este marco de soberanía fragmentada. Desconozco cuánto incide la autoconciencia de soberanía en la calidad democrática, pero es evidente que esa autoconciencia está en retroceso. Las últimas elecciones no emitieron un mensaje muy esperanzador sobre el sentimiento de pertenencia a una misma comunidad política. Revertir esta situación pasar por rediseñar los mecanismos que hoy favorecen este perverso sistema de incentivos y por idear medidas que promuevan la fraternidad republicana entre ciudadanos. Ah, y también por asumir, de una vez por todas, que en España no hay una infrarrepresentación de la pluralidad. Al contrario, quien se queda sin voz es la unidad.