Eduard Limónov: "Nadie puede oponerse al destino"
No es poco lo que sucede entre que se baña de niño en una fuente de agua mineral de Járkov y, medio siglo después, se zambulle borracho en un lago en plena estepa de Tayikistán
Escrito en la prisión de Lefértovo durante los dos años que su autor pasó allí por tráfico de armas y tentativa de golpe de Estado en Kazajistán, El libro de las aguas (Fulgencio Pimentel) es la obra maestra de Eduard Limónov. Frisaba entonces los sesenta años y sospechaba que no volvería a ver la luz del sol. Quien solo conozca al incómodo personaje de Carrère se sorprenderá ante la entidad de la obra, que raya a la altura de grandes obras de prisión como Justine, de Sade, Diálogo con la muerte, de Koestler, o Ivan Denisovich, de Solzhenitsyn. No hay en esta, sin embargo, un ápice de pesadumbre, pues está repleta de recuerdos luminosos. La novela pesca lances sucedidos en océanos, mares, ríos, estanques, lagos, fuentes y hasta en aryks, los canales de riego típicamente soviéticos. Por alguna extraña razón, el poeta ruso hizo en 1972 la promesa de bañarse en todas las aguas que le salieran al paso.
Así las cosas, no es poco lo que sucede entre que se baña de niño en una fuente de agua mineral de Járkov y, medio siglo después, se zambulle borracho en un lago en plena estepa de Tayikistán, ante la mirada impávida de un pelotón de nazboles. En el ínterin, escapa con diecinueve años de un psiquiátrico tras serrar las rejas de la ventana, escribe como un poseso y acumula decenas de rechazos editorales, se convierte en una figura controvertida y es despojado de la ciudadanía soviética, frecuenta al punk neoyorquino, trabaja de chapero, se hace un nombre en Europa como poeta, edita un periódico fascista, sortea el fuego de metralleta, se acuesta con todo bípedo implume que se le cruza, frecuenta los conciliábulos de la cultura francesa, funda el Partido Nacional Bolchevique, se echa una novia «amorosa y tierna como Charles Manson», marcha a los Balcanes con criminales de guerra…
«Nadie puede oponerse al destino que le ha tocado. Según el fatalismo ruso, el destino te alcanza tarde o temprano», afirma. Da la sensación de que dicho fatalismo le ha servido de excusa para enrolarse en toda causa que se le ha puesto a tiro. Un ejemplo: llega a Belgrado con la intención de presentar un libro, pero al pisar las ruinas de Vukovar lo invade una suerte de excitación bélica y al día siguiente ya está camino del frente, presa de un arrebato febril que recuerda a Bardamu en Viaje al fin de la noche, de Cèline. Basta que le tiendan el capote para que embista.
P. Fue padre con 63 años. ¿Habría renunciado a ciertas empresas de haber experimentado antes la paternidad?
R. No creo. Soy muy mal padre. No he visto a mis hijos desde hace un año. Me parecían interesantes cuando eran bebés. Me daban la impresión de estar vinculados con el otro mundo, con el mundo del que acababan de llegar. Mi hijo tenía una mirada muy curiosa, miraba a un lugar indefinido… Este año él cumple 12 y ella, 11, y para mí han perdido todo interés. Son ya muy humanos, son como todas las demás personas.
Los recuerdos que forman El libro de las aguas están hechos de imágenes portentosas. Con 28 años está a punto de morir aplastado contra las rocas en una caleta ignota del Mar Negro; con 38 observa el río Hudson desde la mansión del millonario americano que lo ha contratado como mayordomo; con 42 camina por la orilla del Sena y recala en la isla de San Luis con un bocadillo y un ejemplar de Las flores del mal, tratando de seguir los pasos de Baudelaire; con 48 cruza al Danubio, pero ahora los puentes están protegidos por sacos terreros y en las orillas están apostados los tanques. Estamos ya en diciembre de 1991 y a un lado están los milicianos serbios, y al otro, los croatas.
«Es un libro muy profundo», dice Limónov, frunciendo el ceño y abriendo mucho los ojos, «y por eso me molesta que haya puesto preservativos en la portada». Nacido en 1943 en Nizhni Nóvgorod cuando la ciudad todavía se llamaba Gorky y su enorme industria de automóviles le valía el mote de «el Detroit ruso», para honra y prez del estalinismo, Limónov tiene hechuras de adolescente. Sentado en una terraza del Retiro, extiende los brazos y aprovecha para tomar el sol mientras le hago preguntas.
Su escritura recuerda a Henry Miller en algunos de los mejores momentos de El libro de las aguas. En 1976 vagabundea sin rumbo por Nueva York. Acaba de morir Mao y él parece haber perdido definitivamente el oremus. Con la desaparición del Gran Timonel su chalupa ideológica, de por sí voluble, pierde la tempestuosa tracción que hasta entonces lo había llevado a puerto: la fe del converso. Medio borracho, acaba en una terraza del World Trade Center observando con desprecio a la minúscula muchedumbre. «Escrutar el lejano horizonte es muy saludable para la vista y para los delirios de grandeza. Si quieren un consejo, y sin profundizar demasiado: ¡mimen sus delirios de grandeza! Hagan lo posible para cultivar todo aquello que los distinga de los demás. No les hace falta acabar confundiéndose con toda esa aburrida gentuza» (p. 85).
P. Lleva un retrato de Malthus en la camiseta. ¿Por qué?
R. Porque Malthus tenía razón. Nada es eterno en este mundo. La civilización actual fue edificada sobre la base de la explotación del planeta. Descartes fue uno de los primeros precursores de la Ilustración, luego vino Leibniz y desde entonces vivimos en esa misma civilización. Pero en aquello tiempos la población era mucho menor, había unos recursos para progresar que ahora se han acabado.
Trato de terciar diciendo que la perspectiva de Malthus estaba condicionada por las hambrunas de su época, que la población no crece de forma geométrica y que, desde la revolución agrícola británica hasta los transgénicos, pasando por la revolución verde de los sesenta, los cultivos sí lo han hecho, pero Limónov corta en seco. «Muy bien, pero el agua dulce va a empezar a escasear muy pronto. ¿Por qué Marx no escribió acerca de ello?»
Cierro la entrevista sospechando que se me escapa lo más importante: esa pulsión de muerte que lo ha llevado toda su vida por caminos insólitos, extraviándolo constantemente en veredas destructivas e irracionales, bajo la advocación de una añoranza épica que nunca conseguía saciar. Antes de despedirnos le pregunto si alguna vez ha estado en los toros. De nuevo con los ojos como platos, niega con la cabeza. Le propongo acudir al callejón de Las Ventas, a cuento de la hospitalidad de Chapu Apaolaza, y me responde antes de que acabe la frase. «Sí. ¿A qué hora?»
Conque vuelvo a encontrármelo, esta vez en el callejón de la plaza. Trato de observar sus reacciones, pero la jornada es tan sangrienta que rápidamente pierdo comba. Con todo, me percato del salto que da Limónov cuando el tercer toro prende al banderillero Hazem, «El Sirio», que a los pocos segundos recupera la compostura y se tienta el pecho sin mirarse siquiera. Después llega la feroz cornada a Román y la plaza se queda fría como el hule. En una especie de extravío, como si me hubieran aplicado un chute de cloroformo, veo de repente que el morlaco está a metro y medio de nosotros, con el asta derecha de color carmesí. «Le ha perforado la femoral», barbota Chapu; «la sangre de las venas es más oscura, ese rojo es de arteria». El ruso está visiblemente turbado. Pocos minutos después, Curro Díaz despierta a la plaza del shock y me percato de que Limónov está de pie aplaudiendo al matador, que en ese momento da la vuelta al ruedo oreja en mano.
Salimos de la plaza con cara de pasmo. Limónov me dice que «este espectáculo es muy humano». Después se mesa la barba y añade: «no todos los días tienes ocasión de ver a un hombre enfrentándose a la muerte».