Jerarquías del mal
Las formaciones políticas han centrado todos sus esfuerzos en establecer una escala moral entre posibles socios de investidura
Desde que quedó oficialmente inaugurada la temporada de pactos postelectorales, las formaciones políticas han centrado todos sus esfuerzos en establecer una escala moral entre posibles socios de investidura. Es lógico: para legitimar sus pactos, primero deben blanquear a sus socios. La idea de crear una jerarquía moral entre partidos es fascinante: ¿quién es peor, Podemos o Vox? ¿Vox o Bildu? ¿ERC o En comú? Lamentablemente, nadie se ha dignado a abordar la cuestión con el rigor y la minuciosidad que merece; en el debate han primado los eslóganes facilones, las etiquetas y los estereotipos. Como resulta imposible entrar a valorar minuciosamente todas las contiendas, me centraré en la pregunta que ha generado más comentario en nuestra alterada esfera pública: ¿Es Vox el más malo de todos? El tema merece una aproximación cautelosa, no porque la respuesta sea complicada, sino porque por la existencia misma del debate dice mucho sobre la ceguera pueril de muchos de nuestros políticos y opinadores de cabecera.
Desde la aparición de Vox, nos hemos hartado de leer artículos, solemnes y sesudos, sobre la Europa de los años treinta, y el riesgo de normalizar la presencia institucional de la extrema derecha. El sesgo con que se aplica la receta histórica es alarmante: quienes nos invitan a vacunarnos recordando los años treinta del pasado siglo, son incapaces de pensar en ayer, cuando ERC y el PdCat atentaron contra el orden constitucional desde las instituciones que controlaban; o en anteayer, cuando el líder de Bildu justificaba sin ambages prácticas tan democráticas como la extorsión, el secuestro o el asesinato. Es hasta cómico el planteamiento de un derbi moral entre Vox y Bildu, cuando en el primero milita un señor que estuvo secuestrado por los segundos.
Bildu no solo no ha condenado la violencia de ETA, sino que la avala cada que vez que habla de los atentados como lances de un conflicto político en curso. Su tesis es que ETA ha dejado de matar porque «el conflicto» está en otra fase, no porque fuera inapropiado, ni mucho menos inmoral. La prueba inequívoca de que jamás ha renegado de aquellas acciones es que sigue homenajeando a quienes las perpetraron. Es evidente que el discurso de Vox es iliberal, y que abundan las muestras de racismo, machismo y homofobia. Pero Vox está en política para hacer la guerra cultural. Los de Bildu están en política porque perdieron la guerra militar.
No niego que Vox suponga un riesgo potencial para la convivencia, pero es que tanto Bildu como el nacionalismo catalán han demostrado ser un riesgo real. Estos partidos aspiran a que se desintegre el Estado, es decir, a destruirlo, y no han dudado en recurrir a vías ilegales para lograr sus fines. En esto también sacan ventaja a Vox, que reniega del estado de las autonomías y aboga por la recentralización del poder, pero, por el momento, no ha amenazado con imponer su programa por la fuerza. Además, Vox carece de un elemento clave para el totalitarismo: la calle. Vox no moviliza sus bases para cortar vías de tren, atacar comercios o boicotear actos de la oposición. Por el momento, el de Vox es un autoritarismo de tribuna. Por supuesto que no hay que relajarse, porque nada nos dice que en algún momento no vayan a azuzar a sus propias camisas pardas. Pero en este momento, quienes amedrentan a los disidentes son los otros.
Estos juegos de rivalidades morales implican que los principales partidos son conscientes de que sus posibles socios chapotean, con mayor o menor intensidad, en el fango de la inmoralidad. Y lo más triste es que el juego es innecesario, pues si se dignaran a sentarse y a priorizar el bien común por encima del poder, nadie tendría que salir manchado.