Sobre el amor
“Amar puramente –escribe Simone Weil– es adorar la distancia entre uno y lo que se ama”
“Amar puramente –escribe Simone Weil– es adorar la distancia entre uno y lo que se ama”; es decir: no mancillar, no dominar, ni siquiera apoderarse de lo que no somos y, sin embargo, desearíamos como luz nuestra. Nadie es foco de su propia verdad; quizás sólo Dios, que tuvo que desdoblarse en tres para iluminar su intimidad, de modo que también el hombre necesita descubrir al distinto para reconocerse y saber quién es. “Amo, luego existo”, afirmó Zizioulas, señalando lo obvio: precisamente porque he sido amado existo no sólo encerrado en mí mismo, sino fuera: hacia los demás. El amor se asocia así con una extraña humildad, que es la distancia que observa Weil. El espacio hace posible la luz y la atracción, el deseo y el encuentro, la libertad y el vínculo; el sometimiento -en definitiva- al amor como una disciplina de la verdad.
El amor constituye también la gran prueba, porque sólo podemos ser juzgados en la medida en que nos situamos entre los hombres, con ellos, junto a ellos. De ahí que la idolatría no sólo suponga una negación de la realidad, sino un ensimismamiento del deseo: amamos en el extraño únicamente sus valores más altos y no su naufragio ni sus llagas ni su miseria. Nos creemos puros y, por tanto, adoramos la punzante irrealidad de la perfección. Y entonces nos perdemos, confundiendo las palabras, los afectos, los ecos del hombre en el hombre. Y no somos capaces de percibir en el amor lo verdaderamente inolvidable, aquello que no puede ser olvidado porque repercute en nosotros como un desgarro del corazón. El amor sería distancia, debilidad y gratitud. No son los dioses supremos, sino los menores quienes pronuncian, casi callada, la verdad.