Diez años sin Jackson
Jackson era como el pegamento entre tanta añoranza. Para el nacido en los ochenta, siempre estuvo ahí, engañando al reloj.
Nos enteramos de su muerte en un coche de segunda mano, un Ibiza blanco que rascaba el antebrazo cuando alguno sacaba el pitillo al aire. La carretera de Valencia hervía como cada verano, y el único de los cinco colegas que estaba pendiente de la radio gimió resacoso: «no jodas, Michael Jackson». A ninguno nos gustaba especialmente su música, y como quiera Dios que el trayecto Gandía-Madrid no se cubre solo, menos aún con el alcohol de garrafa achuchando el costillar, alguien bajó el ruido bisbiseante de la radio y enumeró torpemente las tres o cuatro canciones que todo el mundo conocía, y que probablemente hubiéramos escuchado de haber contado con uno de estos móviles modernos que hoy lo cubren todo. Ah, sí, éste tema es mejor que aquél, sin duda. Es lo que tienen los mitos: todo el mundo pasa por ellos aunque no se haya detenido a admirarlos. Del mismo modo que, aunque no se haya leído el Quijote o se haya visto Casablanca, en todo ser humano ha peleado contra molinos, y a toda pareja le quedará París.
No sé si recordar aquello me provoca algo de tembleque porque vuelve a la memoria la decadencia de Michael o la mía propia. Disculpen este ramalazo nostálgico, pero uno otea aquel verano y piensa: nadie sabía el significado de la palabra «crisis»; el mundo era un poco más idealista; el populismo existía en las conciencias, pero no en la agenda política; y nos consumía la misma sensación de perder el tiempo que ahora, diez años más tarde, pero sin tener la certeza de que, efectivamente, lo habíamos perdido. Jackson era como el pegamento entre tanta añoranza. Para el nacido en los ochenta, siempre estuvo ahí, engañando al reloj. Por los cristales tintados del Ibiza se nos iba la vista hacia los campos de La Mancha sin saberlo, pero aquel lejano junio penetrábamos en un lugar más oscuro aún que aquel borroso fin de semana.
Es probable que alguien haya entrado a esta columna esperando un análisis de la carrera de Jackson, o incluso podría buscar un delirio fanático en torno al Rey del Rock. No hay nada de eso. Sólo el recuerdo de un niño que miraba la tele ensimismado porque ocho o diez zombis bailaban al son que dictaba el jefe, las chaquetas luminosas acaparando pupilas. Y luego ese porte extraño, paradójico: elegante sin elegancia, adorable pero repulsivo. Aparecía de vez en cuando en la televisión. No lo hacía para sacar a la luz un nuevo tema que pusiera patas arriba el terreno musical, páramo por el que siempre ejerció a las mil maravillas el papel de iluminado, de prócer, de personaje que llega siempre un poco antes de. No lo hacía tampoco para descubrir uno de sus múltiples escándalos, que aparecían a la cola de su poco elegante vínculo con las drogas, o de su despreciable relación con el abuso de menores. Lo hacía para recordarnos a la generación de los ochenta que un día estuvimos vivos.