Se llamaba Cosme
¿Lo pillas, Arnaldo? Somos muchos los que nos acordamos de lo que hicisteis y, porque nos acordamos, te entendimos en tu siniestra entrevista cuando dijiste aquello de que ya no os hace falta hacer lo que hacíais para conseguir vuestros objetivos políticos. Nos acordamos, por ejemplo, de que la primera madrugada de aquel mes de julio arrancó con un hombre que se llamaba Cosme atado a un árbol.
Como tantas otras veces cuando la noche se había complicado, la radio que desde siempre hace las veces de despertador familiar empezó a atronar noticias justo cuando empezaba a hilvanar el primer sueño. Al habitual, y malhumorado, ‘calla ese trasto’ uní esa mañana un iracundo: ‘esos imbéciles no se enteran de nada, a quien han liberado esta noche es a Cosme Delclaux, el pobre Ortega Lara seguirá Dios sabe dónde’.
No eran imbéciles, acababa de ocurrir una noticia retrasada desde hacía año y medio, y el escalofriante testimonio gráfico que fuimos viendo, entre el horror y la estupefacción, de cómo ETA había tenido enterrado en vida a un hombre durante 532 días, esquinaron hasta casi el olvido que esa misma madrugada del 1 de julio de 1997, había concluido otro secuestro, esta vez de solo 232 días.
No solo les distanciaban 300 días de diferencia en la duración del cautiverio. Ni solo que uno tenía como objetivo político que ningún empresario vasco olvidara pagarle a ETA su impuesto revolucionario, y el otro era un reto al Estado: había que amedrentar a todos los funcionarios de prisiones (y a los policías, y a los jueces, y a todos los españoles) con la captura inacabable de un solo hombre.
Les separaban demasiadas cosas. Uno fue liberado por sus propios captores. Le dejaron atado a un árbol poco después de la una de la madrugada; fue Egin -su órgano de propaganda de entonces- quien avisó a la Ertzaintza, y la noticia llegó a las redacciones de los periódicos en Madrid cuando ya habíamos cerrado la segunda edición y, por fin, nos estábamos yendo a casa… pero esa noche no tocaba dormir. El otro fue liberado por la Guardia Civil en una operación preparada minuciosamente y que estuvo a punto de fracasar cuando se acumularon demasiadas horas de infructuosa búsqueda del zulo subterráneo que le tenía sepultado en una nave industrial de Mondragón. Pero lo que más les diferenció fue la imagen que las teles difundieron a media mañana. El segundo de los cautivos, José Antonio, parecía recién sacado del Holocausto. En efecto, había estado enterrado en un hoyo de la muerte por unos nazis.
Solo seres con la empatía y la sensibilidad de una rata de cloaca pudieron planear la venganza que ETA perpetró nueve días después y que sacudió como un terremoto la conciencia de la sociedad española en su rechazo al terrorismo. Secuestraron a un muchacho, a un concejal de pueblo, a un hijo de emigrantes al que sus padres habían logrado dar una carrera, a un chaval que tocaba la batería y que había cometido la inmensa tropelía de apuntarse al partido equivocado. Anunciaron que le iban a matar en 48 horas si el Gobierno no cumplía una condición incumplible: acercar en esas 48 horas a los presos etarras al País Vasco. Le mataron despacio, muy despacio, con el sadismo de concluir los dos días esperando a la muerte con dos disparos en la cabeza que solo le dejaron medio-muerto.
Quizá era eso a lo que se refería el tal Otegi con la insólita confesión de máxima indignidad que profirió en su infame entrevista en RTVE, nuestra televisión pública. Sus palabras textuales fueron: “Lamento de corazón si en alguna ocasión habríamos (sic) generado a las víctimas más dolor del necesario o del que teníamos derecho a hacer”. El “dolor necesario” y el “derecho a hacer” dolor a las víctimas como justificación totalitaria.
Verás, Arnaldo. En esos días de julio de 1997 pudiste ver infinitos ejemplos del dolor innecesario y del derecho de cualquiera de protegerse contra mequetrefes como tú y tus compinches. Te recuerdo uno de la tarde del 10 de julio, a ver qué te parece.
Un hombre algo mayor y ligeramente encorvado por la carga de una vida de duro trabajo llega a su casa caminando. Lleva el cansancio marcado en la cara y en la ropa de faena. Ve que en su portal hay muchas cámaras de televisión, posiblemente más de las que ha visto en toda su vida. Se sorprende sobre todo cuando las cámaras le enfocan. No entiende nada y, en un segundo, lo entiende todo. ¡Su hijo! Miguel Ángel.
Verás, Arnaldo. Solo con ese instante, con la mirada de pánico de aquel hombre hacia las cámaras de televisión que sabían lo que él no quería ni imaginar, causasteis mucho más dolor del que nadie ha tenido nunca derecho a provocar. Y si ese hombre te parece inferior porque no es tan vasco como tú, al menos piensa en Cosme, en sus 232 días de cautiverio como forma de extorsión a su familia y a todas las familias que no querían seguir su mala suerte.
¿Lo pillas, Arnaldo? Somos muchos los que nos acordamos de lo que hicisteis y, porque nos acordamos, te entendimos en tu siniestra entrevista cuando dijiste aquello de que ya no os hace falta hacer lo que hacíais para conseguir vuestros objetivos políticos. Nos acordamos, por ejemplo, de que la primera madrugada de aquel mes de julio arrancó con un hombre que se llamaba Cosme atado a un árbol.