THE OBJECTIVE
Antonio García Maldonado

Andrea Camilleri: adiós a todo eso

Ahora sé que aún quedan cuatro libros de su serie por publicarse en castellano, incluido el último, que escribió cuando se dio cuenta de que, quizá, pero sólo quizá, algún día todo aquello terminaría para siempre. Pero vivió hasta el último día como si eso fuese una posibilidad remota.

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Andrea Camilleri: adiós a todo eso

La luz del teléfono empezó a iluminar la habitación cada pocos minutos. Llevaba un buen rato despierto, pero, presa aún de la trémula pesadez de las mañanas más calurosas del verano, demoraba mi reincorporación a la vida y las preocupaciones. Desde fuera llegaba el sonido del agua corriendo por las acequias de riego, el quejido de las chicharras y, más lejos, el rugir de la máquina desbrozadora del vecino. El aviso de que me llegaban mensajes continuó, y me levanté para comprobar que no hubiera algo urgente en el trabajo, darme la vuelta y poder seguir durmiendo. Casi todos eran mensajes de condolencia y pésame, bien por Twitter, bien por Whatsapp.

Este primer párrafo podría ser el de inicio de cualquier libro de la saga del comisario Montalbano, al que suele despertar con malas noticias Catarella, el responsable de la centralita en su comisaría. Pero no, aquello me estaba sucediendo a mí. El creador de dicho personaje, el escritor siciliano Andrea Camilleri, había muerto. Tenía ya 93 años y una salud quebradiza, pero seguía escribiendo con la regularidad y la calidad de un joven despreocupado por el tiempo –y fumando como tal–. En los últimos años, desde que descubrí su serie del comisario Montalbano, había hecho público mi entusiasmo en distintas ocasiones en redes sociales y artículos. Y cuando hace tres años recogí a un perro abandonado que había encontrado una amiga, lo llamé Montalbano porque, al igual que el jefe de policía de la ficticia Vigàta, mi perrillo había mostrado su dureza sobreviviendo, pero también su entusiasmo por la vida desde que entró en casa y encontró un hogar.

Los mensajes de mis amigos eran entre irónicos y exagerados («Durísimo mazazo, mis condolencias. Nos tienes para lo que necesites. Un beso a Montalbano»; «Pobre Camilleri, con toda la vida por delante«), propios de una comunidad de lectores donde son habituales la mitificación, el culto y las bromas pedantes. Pero había mucho de cierto en un tuit que escribió Miss Grape: «En la muerte de algunos autores, hay que dar el pésame también a los lectores. Nos quedan sus libros, @MaldonadoAg». Había algo emocionante en aquella asociación, y allí, pensativo en la cama como cuando en Cinema Paradiso a Totò le dicen que Alfredo ha muerto en Sicilia, intenté recordar cómo llegué a él. De Camilleri había leído ya Biografía del hijo cambiado, el hermoso libro que dedicó al también siciliano Luigi Pirandello. Pero di con la serie de Montalbano de una forma tan casual que, visto el efecto que me produjo, me pregunto cuántas otras sorpresas hay aguardándome en otras mesas de noche.

Vivía en Bogotá, y en uno de mis viajes a Madrid, bajé a Málaga a visitar a mis padres. Por entonces leía casi en exclusiva ensayos, pero aquella noche me apetecía algo distinto, también más ligero. En la mesa de noche de mi habitación había varios libros que mi madre leía en sus siestas en esa cama, entre ellos La forma del agua, de Camilleri, de su serie sobre el comisario Montalbano. En dos noches lo leí, entusiasmado ante la atmósfera de Vigàta y Montelusa –trasuntos ficticios de su natal Porto Empedocle y de Agrigento–, absorto en diálogos frescos e inverosímiles, fascinado con el personaje de un comisario que vive junto al mar, que disfruta del buen vino y de los salmonetes –mi pescado favorito–, y que vive arraigado en un mundo mediterráneo donde los ecos de la gran ciudad le suenan entre ridículos y cansinos. Una atmósfera que hacía fácil perdonar incongruencias literarias y trampas narrativas muy burdas, porque uno no estaba allí leyendo el esclarecimiento de un crimen, sino tocando la vida con las manos.

He sido siempre compulsivo con mis pasiones y vocaciones, y esa misma semana compré todo lo que ya había salido de dicha serie. Y desde entonces me acompañaron en los aviones y en los trenes. Después de cada libro, veía el capítulo correspondiente de la adaptación para TV de la RAI italiana, siempre con la angustia de saber que, con cada libro de más, en realidad había ya uno menos. Una sensación que podía mitigar cuando, en diversas entrevistas, además de constatar que seguía vivo, leía que Camilleri seguía escribiendo –más tarde dictando, debido a su ceguera–. Ahora sé que aún quedan cuatro libros de su serie por publicarse en castellano, incluido el último, que escribió cuando se dio cuenta de que, quizá, pero sólo quizá, algún día todo aquello terminaría para siempre. Pero vivió hasta el último día como si eso fuese una posibilidad remota.

Siento un agradecimiento profundo. Con él y sus libros, mi vida se expandió y conoció otros escenarios donde refugiar la memoria. Para mí, su universo literario es tan real como el campo mediterráneo de olivos y cipreses donde escribo esta torpe despedida. Gracias, Andrea.

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