Lo que se llevan las corbatas que se van
«No usar corbatas es ganar en algo material (en la igualdad de la forma: la informalidad) a costa de un intangible: los rituales de la elegancia»
Los números son inequívocos: en el mundo occidental la corbata está pasando de moda. Bancos, consultoras, partidos políticos y bufetes – no hay quien se escape de la tendencia millenialista de no anudarse un trapo al cuello. Hermès y Lester anuncian recortes de producción. Y poco a poco la corbata desciende al inframundo de los cajones que no reabrimos jamás.
Yo mismo, al salir del sector financiero, he dejado de usarla salvo muy contadas ocasiones al mes. Soy parte de esta tendencia que tengo alrededor. Pero no quiero que me arrastre. Quiero pedir pausa así sea para decir adiós. Pues confieso que no ponerme la corbata me ha dejado, sí, un nudo en la garganta.
La sensación es agobiante: sé que perdemos algo con el adiós a las corbatas. Pero no se qué exactamente. Las veces que he intentado tener esta conversación he fracasado.
“Pero si no usar la corbata es más cómodo. Si mira lo productivos que son en Silicon Valley y andan en bermudas. Pero si las corbatas son símbolos de un estatus que ya no hace falta. Si la formalidad es la más tonta y cotidiana tiranía. Pero si se puede ser elegante sin usarla, si la ropa seguimos planchándola…
Si al final de cuentas la corbata es un trapo inútil, ridículo; la última iteración de aquello que subjetivamente consideramos buen vestir pero que, más que no, nos ha llevado al colmo de ponernos cosas como pelucas de canosos en el barroco y coronas de plumas en casi todo lo anterior.”
Defender la corbata es un ejercicio esotérico, irracional, quijotesco. Es defender los rituales matutinos de la ofimática –afeitarse, pulir los zapatos, buscar el calcetín que combine, los tirantes del mismo color de la corbata— bajo la ilusión de que hay algo que salvar en el conjuro. Alguna magia que depende no solo del insumo sino también de la forma.
Visto en su contexto histórico, el declive y la caída de la corbata era inevitable. Ya Tocqueville, viendo a los americanos del siglo diecinueve, lo anunciaba. La democracia descentralizaría el poder, pero también sus formas. Ya no habría reyes, pero tampoco Versalles. El camino hacia la libertad individual era también un camino hacia la informalidad. Pues la modernidad tarde o temprano acabaría con todo lo inconveniente, lo improductivo y lo furtivo. Con cosas como hacerse nudos en el cuello.
La noticia, por tanto, es ambigua y nos obliga a hacer malabares para entenderla. No usar corbatas es ganar en algo material (en la igualdad de la forma: la informalidad) a costa de un intangible: los rituales de la elegancia. Por eso los que pedimos tiempo así sea para despedirnos terminamos jugando el papel ridículo del que defiende el dogma por razones de fe. Del que adora el símbolo por el símbolo. Y se da la vuelta para decirle adiós a las cosas que no nos oyen, como los juguetes de la infancia o los hoteles de verano.
Eso, entonces, es lo que se llevan las corbatas. La sensibilidad de los rituales tontos, de las cosas que consideramos bellas en colectivo. Cosas inútiles, pero humanas. Cosas de otros tiempos. De otros altares que ahora, también, quedan vacíos.