La Gran Generalísima ataca de nuevo
De la ostentación cultural como el peor de los esnobismos va “Xingu”, uno de los mejores relatos de Edith Wharton
Apelotonadas en el campanudo Club del Almuerzo, las damas de Hillbridge examinan las últimas tendencias literarias con la minuciosidad con que un arúspice romano estudiaría las tripas de un ave. Comandadas bajo la férula de la petulante señora Ballinger, persiguen la cultura en cuadrillas, como un aprisco de borregos, y se encomiendan la tarea de estar siempre al día. De la ostentación cultural como el peor de los esnobismos va “Xingu”, uno de los mejores relatos de Edith Wharton, incluido en el segundo volumen de sus Cuentos completos (Páginas de Espuma).
Diez años antes, en un breve ensayo titulado El vicio de la lectura, Wharton había cargado las tintas contra este tipo de lectores. La lectura volitiva, «llevada a cabo deliberadamente», motivada por la creencia en que la lectura es una cualidad moral y una virtud en sí, hace que muchas personas renuncien al placer de la lectura ligera y se impongan estar al corriente de todo lo que se escribe. Armado con su elevado concepto del deber, el lector manufacturado invade el mundo de las letras. Se obstina en su tarea, creyendo que «del mismo modo que la gracia confiere la fe, el celo por el progreso personal otorga la inteligencia». El lector nato —para quien la lectura es un «flujo continuo» que subyace a sus ocupaciones, y que lee «de forma tan inconsciente como el respirar»— lo tiene fácil para detectar a su doble manufacturado, pues su rasgo más llamativo es, precisamente, su peor vicio: «El hábito de considerar la lectura de una manera objetiva». El lector mecánico, que siempre sabe, de manera escrupulosamente exacta, cuánto lee, lo orea a los cuatro vientos en cuanto tiene ocasión. Wharton cita, como ejemplo de esta gimnasia lectora, el testimonio del crítico de arte Philip Hamerton, que, habiéndose encomendado un curso de lecturas de Chaucer estimado en cincuenta horas, escribía en su diario: «Como anoche le dediqué hora y media, me quedan cuarenta y ocho horas y media».
Aunque retratado hace más de un siglo, el Club del Almuerzo de «Xingu» es una réplica fiel de algunos cenáculos culturales de nuestro tiempo. Y es que, además de cuestionar el papel que la sociedad de su tiempo reservaba a las mujeres, no fueron pocas las convenciones sociales que Wharton puso en solfa en su producción literaria. Escribe Bernard Berenson en Ver y saber (Elba), cita que recojo de un reciente artículo de Daniel Capó en el Diario de Mallorca, que «lo único que interesa al artista es lo que no se puede representar de forma visible». Berenson ya encarnaba a la perfección el arquetipo de la Belle Époque cuando se convirtió en el compañero de viajes de Wharton: hijo de un judío paupérrimo que vendía estaño en Lituania, había llegado a ser, con el correr del tiempo, el principal impulsor de la moda del Renacimiento y uno de sus mayores beneficiarios. Aunque durante sus noventa y dos años de vida mantuvo correspondencia con Oscar Wilde, Bertrand Russell, Marcel Proust, Jean Cocteau, Walt Whitman o Cole Porter, ninguno de ellos le causó la impresión de la Gran Generalísima, tal y como la motejó Henry James, de quien ensalzaba su inmarcesible energía vital al grito de ¡oh, vigorosa!
Bien mirado, todo indica que va recuperando su vitalidad. Mientras que la estrella de otros tantos escritores ha ido periclitando, Wharton resurge a paso firme en nuestro país, gracias a la labor de editoriales como Alba, Impedimenta, Páginas de Espuma, Escolar y Mayo, Traspiés, Navona o Rey Lear, entre otras. Remátese, a modo de estrambote, con una noticia que hará felices a muchos whartonianos. En septiembre publica la editorial Huso su obra inédita, La sombra de una duda, con traducción de Nadia Khalil y prólogo de un servidor. Un extraordinario libro de 1901 que prefigura algunos de los temas de La casa de la alegría o The fruit of the tree y que cuenta con algunos de los diálogos más inspirados de su autora. Estén atentos.