Una estampa veraniega
Me recorre un escalofrío al darme cuenta de lo poco que hace falta para entender al otro cuando lo amamos de verdad
Un padre acaricia a su hijo. Él lo mira y sonríe mientras le enseña la lengua, una lengua atípicamente gruesa. El niño se mueve, inquieto, como hacen todos los niños. Gira la cabeza de un lado a otro y gruñe con un gemido que suena demasiado gutural. Su padre lo acaricia de nuevo y le dice: “Te quiero”. Del otro lado, la madre lo llama al orden y tirando de su brazo derecho consigue recomponerlo. Al poco, el niño vuelve a gemir, incomodando por un momento a los que están a su alrededor, pero no a su padre y a su madre. Ésta desliza su brazo izquierdo sobre el hombro izquierdo del niño y lo acerca hacia sí. Es ella esta vez quien le susurra al oído su declaración de amor redoblada: “Te quiero mucho”.
Los observo durante algunos minutos. El niño balbucea ruidos y sus padres los traducen, desenterrando de una sola sílaba final frases enteras: “…ío, ío, ío” significa “tengo frío” y “…apa, apa”, “estás muy guapa”. Me recorre un escalofrío al darme cuenta de lo poco que hace falta para entender al otro cuando lo amamos de verdad. El niño, que en ocasiones se ofusca, se golpea la cabeza con la zona de la mano más cercana a la muñeca mientras pliega todos sus dedos a excepción del pulgar. Lo hace repetidamente hasta que, solicitado de nuevo por la madre, se la bebe a tragos como si no existiera nada más en el desierto del mundo que esos ojos llenos de ternura.
Pienso en lo improbable y extraordinario de esa escena. Los padres acogieron al pequeño al poco de nacer. Supongo que a sus progenitores naturales se les vino el mundo encima. Cuánto los comprendo. El niño, al que según me cuentan, los médicos no le pronosticaron más que unos pocos años de vida, sufre un retraso mental importante y varias patologías que debían haber acabado con él hace ya tiempo. Ahora tiene más años de los que aparenta y ha cruzado el límite que le había dibujado la ciencia fría.
Mientras los observo, varias personas se acercan a la mesa en la que están sentados y hablan con el chaval y sus padres. Desprenden una alegría contagiosa. Se marchan todos risueños y yo, reconofortado por el paso de esos tres ángeles, apuro un botellín y la última página de un libro.