Viaje alrededor de mi biblioteca
«En esa inmensa librería de viejo en que se han convertido nuestras bibliotecas domésticas, no hay miedo de aburrirse si bien se busca, aunque tendría que decir, si bien se encuentra»
En esa inmensa librería de viejo en que se han convertido nuestras bibliotecas domésticas, no hay miedo de aburrirse si bien se busca, aunque tendría que decir, si bien se encuentra. Y esto fue lo que ocurrió con el libro de Juan-Simeón Vidarte, No queríamos al Rey. Testimonio de un socialista español, Grijalbo, 1977, del que voy a referir ahora algunas anécdotas, sacadas del rápido repaso que di a su inesperado hallazgo, mientras buscaba desesperadamente un libro sobre doña Emilia Pardo Bazán, mi eterna asignatura pendiente, de Dálmiro de la Válgoma (La condesa de Pardo Bazán y su linaje, 1952), que también encontré, dicho sea de paso, para comprobar que tenía una dedicatoria autógrafa del autor, lo que me hizo mucha gracia porque en el libro de Vidarte, al hablar de las librerías de lance, cuenta que cierto librero del Retiro (ahora la Cuesta de Moyano) guardaba a Benavente todos los libros que encontrara suyos con dedicatorias autógrafas, que don Jacinto utilizaba para burlarse después de los desalmados amigos que ni siquiera se habían ocupado de arrancar la página.
Pues bien, fue abrir el libro de Vidarte, y pasando por encima de los intrincados trances históricos y políticos ahí narrados, me centré en sus recuerdos de juventud cuando se trasladó a Madrid y quedó atrapado en las redes del Ateneo de los años veinte. Ahí, en su simpar biblioteca, sacó por libre en cinco años la carrera de Derecho que entonces era de seis, leyó todo lo habido y por haber de la literatura española y extranjera y conoció a lo más “granado de la intelectualidad” que transitaba por el Ateneo como Perico por su casa: Baroja, Azorín Valle Inclán, Pérez de Ayala, Unamuno, y bohemios como Eugenio Noel “el terrible taurófobo de las grandes melenas, siempre en pleito con la bárbara fiesta brava” y al que en una ocasión ciertos ateneístas aficionados “más bárbaros que el toro”, apostilla Vidarte, le pelaron al rape.
En las amplias salas de abajo, conocidas como la Cacharrería, se daban alucinantes tertulias (tradición que sigue vigente en la actualidad) a las que, según contaba don Julio Caro Baroja, el psiquiatra doctor Simarro aconsejaba asistir a sus pacientes menos agresivos, como salida a sus obsesiones y locuras, así como que se hicieran socios de la docta Casa. Cuando digo que las tertulias se siguen produciendo en la actualidad, me refiero tan sólo a su condición de alucinantes, porque los conferenciantes eran – ¡ay! – muy otros a los de ahora. Las charlas de estos «monstruos sagrados» arriba citados, como los califica Vidarte, joven estudiante en la época, versaban sobre literatura, historia, y anécdotas de su época estudiantil o de sus viajes.
Muy diferentes eran las charlas de Mario Roso de Luna, conocido por «el mago de Logrosán», teósofo, astrónomo, y estudioso de la reencarnación y otros fenómenos supra sensoriales, que había conocido a Conan Doyle, a Lombroso, y a la gran médium Eustaquia Paladino. A propósito de Roso de Luna, gran alegría me ha dado ver corroborada aquí el origen de cierta anécdota que siempre habíamos oído en el Ateneo sobre la reencarnación de su difunta hermana en un loro de Madagascar, aunque en otras fuentes me he encontrado que el reencarnado era el propio Roso de Luna, tras su defunción, claro. También se le atribuía haber detectado, a simple vista, una nueva estrella a la que se le dio su nombre, mientras paseaba por la calle una noche al salir del Ateneo.
Un día -refiere Juan-Simeón Vidarte-, en tiempos del descubrimiento de la tumba de Tutankamón, Roso de Luna disertó sobre Egipto y habló de Nefertiti, la esposa de Amenofis IV, «la que mando construir un templo con los donativos y regalos de sus amantes»; cuando el teósofo estaba más entusiasmado con el relato vio que se adelantaba uno de los socios para decirle en tono de gran indignación: «Yo no permito que en mi presencia se insulte a una dama, le desafío a usted a muerte». “Y lo más cómico -apostilla Vidarte- es que llegaron a concertarse las condiciones del desafío, según el Código del marqués de Cabriñana».
Descendiendo a lo personal, tengo que decir que la casa donde escribo esto, en Riaza, perteneciente a la colonia construida por el doctor Antonio García Tapia por aquellos años y a la que invitaba a sus amigos: Ortega, Pérez de Ayala y el propio Roso de Luna, era donde se alojaba siempre este último porque decía que en su terreno (ahora mío) era en el que mejor se veían las estrellas. Ni qué decir tiene que ya no es así, lleno como están los alrededores de farolas y luces que lo oscurecen todo.