Que viene el lobo
«Me pregunto qué podría haber hecho Francia para cortar las alas a la extrema derecha. ¿Habían caído los medios franceses en la trampa del clic con Le Pen?»
Corría el año 2017. Era un lunes por la tarde cualquiera, en torno a las 18.00. Por aquel entonces yo vivía en París, muy cerca de la plaza de la Bastilla. Subí las escaleras del metro, dejando atrás los vestigios de lo que un día fue la prisión que en 1789 cayó convirtiéndose en el símbolo de la revolución francesa por excelencia. A escasos metros de mí, los muros de aquella cárcel de la que ya no queda rastro habían tratado, sin éxito, de ahogar la voz de François Marie Arouet 300 años atrás, el 16 de mayo de 1717, por plasmar en forma de verso insinuaciones sobre el libertinaje sexual de la duquesa de Berry, hija mayor del rey Sol. Aquel joven insolente de 23 años saldría de allí 11 meses después, rebautizado como Voltaire.
En su Tratado por la tolerancia pensé, al escuchar la conversación que terminó de convencerme de que algo había virado irrevocablemente en la Francia a la que yo había llegado ocho años antes. La primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas estaba a punto de comenzar y en mi entorno no se hablaba de otra cosa.
“Bonjour, votez pour le Parti Socialiste!”, me acorraló un militante de unos sesenta años. Sonreí. «No soy francesa. ¡No puedo votar!». Me devolvió la sonrisa y lo dejé atrás. “Bonjour, votez pour le Parti Socialiste!”, continuó él, tratando esta vez de acaparar la atención de un grupo de cuatro jóvenes que no superaban los veinticinco años. “Ni en sueños, amigo. Nosotros somos de extrema derecha. ¡Nosotros, con Marine!”.
El hombre encogió el brazo y guardó silencio. Todavía hoy me pregunto lo que se le pasaría por la cabeza al ver a una nueva generación crecer con la normalidad de la extrema derecha en el espectro político. El estómago me hizo un triple tirabuzón y me giré, no solo para cerciorarme de la edad de los votantes, sino para confirmar la sonrisa de orgullo con que éstos asumían su opción política. Recordé la elección anterior, la de 2012, que cubrí desde la sede de Nicolas Sarkozy en mi primer trabajo como becaria en un medio francés. Recordé la rabia de los votantes del antiguo LR al comprobar que Hollande se llevaba el triunfo. Me vino a la mente la violencia con que sus militantes, apretando los dientes, trataron a los periodistas allí acreditados. Hice un par de crónicas y unas cuantas fotos, que me costaron cuatro manotazos mal dados de tres hooligans. Nada nuevo bajo el sol. Yo, por no rizar el rizo no abrí la boca, para que los más agitados (que enarbolaban la bandera francesa como si el resto de ciudadanos fuesen eslovenos) no notasen mi acento español, que por aquel entonces todavía me empeñaba en guardar con decoro. Al ver sacar pecho a aquellos veinteañeros, cinco años después, supe que la batalla estaba perdida. Votar a la extrema derecha ya no era, como sí noté en 2012, un acto de vergüenza. Actualmente, un 36% de los franceses tienen una opinión positiva del partido de Le Pen esto es, tres veces más que hace ocho años. La mayoría de ellos lo perciben, eso sí, como un partido racista.
Hoy, por motivos evidentes, me pregunto qué podría haber hecho el país vecino para cortar las alas a la extrema derecha. ¿Habían olvidado izquierdas y derechas que en sus incansables búsquedas de nichos cambiantes avanzaba el lobo y sellaba su relato? ¿Habían caído los medios franceses en la trampa del clic con Le Pen, agitando el miedo a su llegada regalándole un altavoz? ¿De verdad había logrado el racismo desplegar su agenda a su antojo hasta el punto de normalizar su presencia en el tejido social? En 2002, Jean Marie Le Pen convenció a 5,5 millones de franceses. Su hija fue la opción política de 10,6 millones de votantes en 2017.
¿Tan sigiloso es el lobo, que no oímos sus pisadas?